Sobre la preparación para la vejez
Las formas de entrada en la vejez son dos: la más común, a partir de una edad determinada, que suele fijarse en la de jubilación legal. La más dolorosa, cuando los demás empiezan a atribuir al sujeto pérdida de facultades que hasta entonces había tratado de ocultar o disimular.
En todo caso, la vejez configura una situación de deterioro irreversible. Puede ser mayor o menor, pero supone -o se supone- que el anciano desea y, por tanto, necesita, menos cosas, y, en general, su capacidad para proporcionárselas por sí mismo, puede verse muy disminuida.
Es frecuente que los maduros, sobre todo, cuando se reunen unos cuantos, acaben reconociendo en algún momento de la cháchara que hay que prepararse para la vejez, y cuenten casos gloriosos de quienes aparentemente han conseguido el éxito en ese propósito.
Son, casi sistemáticamente, gentes de las llamadas con pudientes, que han concentrado sus propiedades en un piso cómodo, cerca de un hospital bien dotado, o se han acogido a una de las cada vez más abundantes opciones de centros geriátricos que ofrecen el oro y el moro, incluidos campos de golf, asesoría espiritual y baño individual con acceso lateral.
No está mal, pero lo que sería especialmente atractivo es que se ofrecieran lugares en donde a los ancianos se les diera afecto, cariño, se les manifestara aprecio. Sin que tuvieran que comprarlo. Todos necesitamos aprecio, a cualquier edad de la vida, pero, muy en particular, cuando no tenemos ya las facultades para ir a buscarlo, para provocarlo, para atraer la atención del otro hacia nosotros.
Los hijos o sobrinos de los ancianos abandonados a su suerte se sorprenden de que el difunto y querido familiar haya dejado una parte de su fortuna, increiblemente para ellos, al cuidador o cuidadora de sus últimos años. Un desconocido que se encargó de pasear a la abuelita en silla de ruedas, le limpió las cacas y pises, le dió conversación en los ratos en que lo permitió el Alzheimer o la demencia senil y el poseedor de la voz que respondía al teléfono cuando se le preguntaba si todo iba bien con el vejete.
Se puede confiar en el azar, y creer que no nos tocará acabar los días desde un golpe de invalidez, física, mental o ambas. Podemos ilusionarnos suponiendo para nosotros un envidiable viaje final, rodeado de afectos, en la cama; acaso en un brusco tránsito, deseable, en un último sueño con el que pretendíamos reparar un día de normal lucidez: morirse de repente.
Pero lo normal no será eso. Y será conveniente prepararse para: a) el día en que no puedas subir ni dos escaleras seguidas ni levantar el pie para meterlo en la bañera; b) las largas semanas en que nadie te llame ni se preocupe por tí; c) el momento en el que no sepas calcular si la pensión o los ahorros serán lo bastante importantes para cubrir los gastos del próximo mes; d) la hora en que no te apetezca levantarte de la cama porque no hay absolutamente nada que te atraiga; e) el minuto en el que te preguntes si el culpable de que a nadie le importe un bledo lo que suceda contigo eres tú.
La preparación para ese momento tiene una componente personal, intransferible. Lo que no impide considerar que la sociedad debe analizar las vías colectivas para que, en lugar de considerarlo una ruptura, la ancianidad sea vista como una prolongación natural de la madurez, un cierre de ciclo que retorna a cada individuo al misterio aún indescifrado de desaparecer subsumido en el magma difuso de lo que fue.
6 comentarios
Administrador -
Esto no me impide recoger que: a) las opiniones al respecto de la posible preparación para la vejez son muy variadas; b) existe una cierta tendencia a ignorar el fondo del problema y confiar en que todo se resolverá llegado el momento (que, por cierto, otros valorarán, no nosotros); c) la lectura transversal de mis largos y comentarios provoca algunas lagunas de incomunicación respecto al fondo.
isabel -
Maria -
Maru -
La cena suculenta y la velada encantadora ¿qué más se puede pedir?.
Miguel -
Elena Domínguez Cañas -