Sobre la imperiosa necesidad de rescatar credibilidades
Cuando Montesquieu puso en limpio las ideas de Locke, allá por la primera mitad del siglo XVIII, defendiendo en su Espíritu de las Leyes, la separación de los tres poderes, no se le hubiera ocurrido, a pesar de su personal escepticismo religioso, que debería haber expresado que monarcas, aristócratas y jueces deberían situarse bajo el poder superior de Dios, y actuar conforme a la moral.
En la España antes católica, los principios religiosos, conformaban un cuarto poder, como en los demás Estados europeos (y, al parecer, sigue siendo vigente en Estados Unidos de Norteamérica), que se imponían a los demás. En algunos países, a pesar del laicismo constitucional, esa moral sigue presente y, posiblemente, es el que actúa como elemento principal de control interno y externo de todos los poderes.
En España, la fusión de cúpula eclesial del catolicismo y Dictadura que, en tantos temas, actuaron al unísono, en recíproca conveniencia, ha provocado el descrédito de la Iglesia católica, y, en la ceremonia de la confusión, ha quedado afectada la ética. Porque, mientras los cardenales y obispos supervivientes de la barbarie civil miraban a otro lado, en la Dictadura se atropellaron derechos en supuesto nombre de Dios y de la fe, se maltrataron personas y opiniones, se beneficiaron a los partidarios y se acallaron las voces contrarias. Nadie se atrevía a rechistar, y el pueblo se hizo, sin saberlo, indolente y agnóstico.
Cuando desapareció la Dictadura, y después de un convulso período, se confeccionó, con trozos nobilísimos de otras Constituciones y algo de imaginación, una joya del voluntarismo. Se confiaba en las propias fuerzas, en la honradez de los dirigentes, en la separación e independencia de los poderes, en que el pueblo siempre encontrará su camino virtuoso. Pero no se reconoció que entre las primeras y segundas filas de los que aplaudían el cambio, el triunfo de la libertad, había algunos que no creían en nada. Solo en su propio placer.
No pretendemos ahora hablar de aquello, sino de ésto. Los recientes descubrimientos de la actuación y móviles de ciertos representantes muy cualificados de los poderes legislativo, judicial y de gobierno, nos han dejado con el ánimo destrozado. No solo no han actuado de forma independiente, sino que no han sido honestos con el pueblo al que deberían servir, ni se han atenido a los más elementales principios de la ética universal.
La confianza en que el sistema se autoregulaba era falsa.
Los tres poderes están, por lo evidenciado, corruptos. No es que no lo sospecháramos, por síntomas parciales. No es que no lo temiéramos, por simple conocimiento histórico. Pero ahora no hay manera de ocultarlo. La independencia de estas representaciones, su falta de control interno y su opacidad hacia el exterior, han dado lugar a gravísimas aberraciones que han hecho perder credibilidad, a manos llenas, a nuestra ordenación democrática, a nuestro sistema constitucional.
En el pueblo llano se extiende la convicción de que la Constitución es papel mojado, el Parlamento, un asilo para comodidades o ambiciones económicas, la Judicatura, un guirigay de odios y recelos enconados subidos al pedestal de sus egos, el Gobierno (y la oposición, según filias o fobias), un hatajo de incompetentes que usan sus puestos como atajo para enriquecerse.
Ý es que no se trata de analizar casos aislados, sino, con base en ellos, extraer las conclusiones. No se tiene, por supuesto, más que información parcial, pero creíble, cierta.
Hay vesania en la actuación de algunos jueces, prepotencia y falta de rigor; y el propio sistema judicial no puede controlar los desmanes. Aunque oigamos repetir hasta la saciedad que se confía en la independencia de los jueces -habrá que decirlo, por si acaso-, hay evidencias de que se ha favorecido a este o aquél poderoso, de que las aficiones comunes entre encausados, demandantes, demandados y jueces han provocado sentencias injustas. También sabemos que la parafernalia legal se modela y articula en beneficio de quien corresponda, porque no es objetiva, sino interpretable, no es clara, sino oscura, no es homogénea, sino contrahecha.
Ah, pero el poder legislativo, ni está separado del Gobierno (ya se sabe que funcionamos a base de decretos leyes), ni deja de estar corrupto: no representa al pueblo, sino a profesionales de la política; y muchos serán, no lo dudamos, honestos, pero otros están en esa carrera para enriquecerse. Con el dinero de todos. En lugar de ver en la dedicación política un honor, ven una ventaja. Habrá que decir, por si acaso, que hay parlamentarios muy competentes y serios, pero los diarios de sesiones ponen de manifiesto que la mayor parte de las reuniones e intervenciones son tortuosas, vacuas, torpes.
Y qué decir de los poderes de gobierno, del "Ejecutivo". Relacionado hasta el envenenamiento con el falso poder legislativo y pretendiendo controlar hasta la insania el judicial, se empeña en ocultar información, vender falsas ilusiones y, sobre todo, gestiona, ejecuta mal. No le ayuda tampoco la oposición que, falta de los mismos méritos y capacidades, demuestra con sus voces, sus críticas acervas, su desgana, que pretende, en realidad, hacer lo mismo cuando le llegue el turno. Conducir el vehículo del Estado sin saber donde están las marchas.
Habrá que decir que hay ministros y políticos en la oposición que son muy capaces, pero deberíamos también imaginarnos cómo sufren, si es que existen aquellos, a la vista de la escasa capacidad intelectual y de acción demostrada por algunos de sus compañeros de bancada (ponga el lector el género que le parezca).
Cuando el Barón de Secondat, el tal Montesquieu, escribía sobre la separación de poderes, desde su experiencia, con título heredado de su tío, de Presidente del Parlamento francés, nos dejó esta perla: "Por el primero, el príncipe o el magistrado hace las leyes para cierto tiempo o para siempre, y corrige o deroga las que están hechas. Por el segundo, hace la paz o la guerra, envía o recibe embajadores, establece la seguridad y previene las invasiones; y por el tercero, castiga los crímenes o decide las contiendas de los particulares. Este último se llamará poder judicial y el otro poder ejecutivo del estado."
Como quedó indicado, no se le ocurrió escribir que: "Todos ellos, por supuesto, serán sometidos a los principios de la moral y de la ética, porque, si no lo hacen, serán castigados con el fuego eterno". O rescatamos las credibilidades, o el fuego eterno, pero esto no funciona. No como debiera.
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