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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre méritos y meritorios

Siempre nos ha parecido que en las dos acepciones de la palabra meritorio, según se use como adjetivo o como sustantivo, hay una ironía muy al pelo de nuestra idiosincrasia. Los que realizan tareas meritorias pocas veces se ven reconocidos por esa labor, y los que recogen el fruto de esa labor, los que cosechan el mérito, son otros.

Los meritorios son, según el docto libro, los que trabajan sin sueldo, y aclara que las razones de esta esplendidez, se encuentra en que actúan como aprendices, o a la espera de que su trabajo pase a ser remunerado.

Los tiempos han cambiado. Hoy, hay algunos que trabajan sin sueldo solamente por el prestigio que da pertenecer a una institución (o así creen obtenerlo), y, por supuesto, siguen siendo multitud los que están dispuestos a hacer de meritorios un tiempo, en la pretensión de que se les reconozcan la capacidad para ocupar un puesto asalariado o alcanzar esa distinción que les hace tilín y exige algún peaje.

Por eso, meritorio tiene ya poco que ver con los méritos, y los que los tienen oficialmente reconocidos, defienden la exigencia de cualificación para llenar los huecos que aparecen en las posiciones adyacentes con uñas y dientes, conscientes de que, cuanto más prestigio haya en los lados, más se ensalzan ellos.

Desde sillones en las Reales academias, pasando por puestos en consejos y juntas colegiales y patronazgos de fundaciones, hasta cátedras, sedes, gorros, plumas, medallas, o asesores áulicos, todos los sitios de pretendido prestigio tienen bicho, y acceder a ellos exige muchas más cosas que los méritos. Incluso, en muchos de ellos, los méritos son un hándicap, una rémora, una opción de sospecha para que los que están arriba lancen los aceites más hirvientes sobre los aspirantes.

Hay quienes se esfuerzan en conseguir esos puestos que gozan de beneplácito y fulgor aparentes. Deberían convencerse, sobre todo, si no consiguen el objetivo, de que la inmensa porción de la sociedad ignora estos alcances. El prestigio se lo conceden, en general, solo los que están en el ajo, los que tienen el título o los que aspiran a él.

Las preocupaciones de las gentes normales no van por el camino de que se les valoren los méritos con plumas ni sillones de rancios cueros, sino por la necesidad de superar la condición de meritorios y conseguir que se les pague en dineros por su trabajo.

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