Sobre tirillas y yogurines
Tirillas y yogurines tienen poco que ver entre sí. Pertenecen a un mismo mundo, desde luego -el de la pijería- y, si acaso, lo que les une es la dificultad de encontrar una definición para cada tipo que no admita discusión.
Para algunos, los tirillas son tipos flacos, estirados de cuerpo, donquijotes de alfasto. Andarían por ahí tiesos como si se hubieran tragado palos de escoba, si bien no debería presuponerse con ello el carácter del tirillas, que bien podría ser amable como el que más.
Para otros, el tirillas (que es palabra que usa la misma forma para el singular que para el plural), unen a su delgadez y tiesura, el ir atildados y trajeados como para una boda o una fiesta de las de src (perdón; se ruega contestación).
Por su parte, los yogurines pueden ser neófitos en lo que se tercia, gentes que acaba de salir del cascarón, tiernos como un bollo recién salido del horno y, por tanto, apetitosos para comérselos. Lo que se suele terciar es el asunto ese del ars amandi, por lo que un yogurín es un tipo que está bueno como el pan y es muy joven por lo que cabe suponer que nadie lo ha viciado. Un virgen, vamos.
Por extensión (o al revés, que a saber dónde está el principio y dónde el fin), yogurín es el nuevo en una labor. Los yogurines son los recién licenciados, cuando acaban de salir de la Universidad, por ejemplo, y creyendo que saben algo, aún no se han dado cuenta de que están peces, y les falta un hervor, o varios, antes de que se caigan del guindo, en donde están subidos en su inocencia.
Los yogurines, por su propia condición, tienen fecha de caducidad. Al cabo de poco tiempo, donde había un yogurín, se encontrará uno a un tipo con el colmillo retorcido como el que más, o tan experimentado como el mejor.
Los tirillas, por su parte, se mantienen así toda su vida. Suelen construirse un mundo a su medida, y se les puede ver, ya ancianos, tiesos como siempre, sin mirar a nadie, aderezados como para asistir a su propio entierro.
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