Sobre la responsabilidad del transportista
Resulta que el avión accidentado de Spanair, según revelaron las declaraciones de la ministra de Fomento, Magdalena Alvarez ante la Comisión del ramo en el Congreso de Diputados, debió haber sido sustituído. Al menos, esa fue la intención inicial de la compañía, cuando se detectó un nuevo fallo -menor- en el funcionamiento de los mecanismos del aparato.
El aparato partió con dos mecanismos inhabilitados: la reversa de uno de los motores (que permite el frenado en tierra más rápido) y el detector de temperatura en uno de los sistemas de refrigeración. Ambos fallos se consideran menores, según los protocolos de seguridad aérea y una reglamentación que data de 1960, y solo deben ser registrados en las correspondientes planillas de incidencia, y reparados en un período máximo de diez días.
Los comandantes de las compañías, aunque responsables máximos de la seguridad de los vuelos en cada avión, son también -y ante todo- empleados directivos de la misma. Es de suponer, por tanto, que actúen con cierta benevolencia, fruto también de la propia seguridad de su conocimiento profesional, cuando se trata de juzgar la necesidad de suspender un vuelo regular, exigiendo el cambio de aparato, o tomar un pequeño riesgo, y continuar con la programación.
Podríamos construir una similitud, imaginando la actuación de un conductor de automóviles que emprende un viaje de recreo con su familia, sabiendo que el coche pierde aceite -pero lleva una lata con 1 litro de lubrificante- y no ha tenido tiempo para comprobar la presión de las ruedas -aunque hace cinco meses que no la revisa-. Son problemas menores que, seguramente, no han de traer consecuencia alguna.
Pero no es lo que esperaríamos que hiciera un profesional en el que hemos confiado nuestro viaje de vacaciones. Porque pagamos el billete, poco o mucho, para tener garantizar la seguridad del trayecto. Cualquier avería, aunque fuera menor, nos gustaría que fuera conocida por el pasaje o, al menos, fuera valorada por alguien más que por un empleado de la compañía transportista.
El desgraciado accidente del MD de Spanair, con sus trágicas consecuencias, ha de significar una revisión de las normas de seguridad de la Navegación Aérea. Aquí, una vez más, hemos ido a remolque. 154 muertos y varios heridos aún muy graves, con secuelas que no se nos ha dado a conocer, son las víctimas de una tolerancia que no puede continuar de igual forma.
El propio comandante de la aeronave, víctima él mismo de esa mezcla de profesionalidad, confianza en sí mismo y en la técnica -también en las revisiones que hacen otros- nos demanda, para prevención de que no se vean sus compañeros en situaciones de tomar decisiones económicas bajo tensión, una modificación de la normativa.
Los accidentes de aviación son muy escasos, la seguridad de volar es la más alta de cualquier medio de transporte, pero es que resulta que los sofisticados aparatos, los cualificados conductores, las complejas revisiones que sufren aviones y tripulaciones, las exigencias económicas para las compañías y las responsabilidades de los gobiernos -directas e indirectas, como lo demuestra la preocupación ante cualquier accidente aéreo- quedarían en entredicho si, en un momento dado, se dieran condiciones para tener indulgencia ante ciertos fallos menores, en la confianza de que no van a provocar una catástrofe.
Por mala suerte, el cálculo de probabilidades viene a demostrar que la posibilidad de ocurrencia de fallo crece britalmente cuando se reúnen dos o más incidencias menores. El azar juega malas pasadas a los incautos, a los confiados, y a los que actúan bajo la presión del tiempo y del dinero.
0 comentarios