Sobre el cuerpo como espectáculo
Las playas en verano ofrecen la ocasión singular para contemplar miles de cuerpos al aire, prácticamente desnudos. Puede ser el placer del vuayé, esa subespecie que se deleita observando las intimidades de los otros, pero, sobre todo, es un camino abierto hacia la desilusión para quienes se han arriesgado a creer que el cuerpo humano es bello.
Metafóricamente, se puede salvar de la quema, y en estos casos, con gusto, menos del uno por ciento de las masas carnosas que allí no se ven disimuladas por los ropajes. Ya se sabe: bellas jóvenes que exhiben la mayor parte de sus carnes con la indolencia que proporciona saberse en la pirámide del deseo o de la envidia de otra; también, no es cosa de negarlo para que nuestra percepción no parezca completamente sesgada, se encuentran algunos cuerpos varoniles, en donde se adivina la colaboración de las horas de gimnasio y, puede, los anabolizantes.
Pero... el resto...No negamos el derecho de todo el mundo a mostrarse con sus verdades al aire, siempre guardando los límites de la decencia que imponen la moda y el lugar. Lo que simplemente constatamos es que sobre la arena no se ve mucho cuerpo hermoso. Celulitis, obesidades, foferas, se entremezclan con exhibiciones de ridículos trajes que parecen extraídos del cajón de la abuela o confeccionados según el primer curso de corte y confección por correspondencia.
Es de agradecer que los buenos alimentos y el deporte hayan mejorado la raza, especialmente entre los latinos. Los españoles ya no somos bajitos, ni necesariamente gordos y ni apenas si se ve algún bigote. No llegamos a los porcentajes de belleza canónica de los pueblos de norte -aunque nibelungos y walkirias tienen tendencia a la obesidad con la edad- y, por supuesto, estamos lejos de la belleza prácticamente sistemática de los watusi, jamaicanos, cubanos, etc.
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