Sobre el ascenso a la fama del ingeniero Sougarret
André Sougarret es el nombre del ingeniero de minas chileno que dirigió las operaciones de rescate de los 33 mineros atrapados en la mina San José, allá en el desierto de Atacama. Ha venido a España invitado por sus colegas de acá, para dar una conferencia sobre el asunto y le harán también colegiado de honor.
Este Sougarret es un hombre afable, tranquilo, que inmediatamente se hace próximo, aunque se le adivina capaz de controlar fuertes emociones.
Ha vivido los momentos más emotivos de su vida -reconoce que, solo comparables a los del nacimiento de sus tres hijas- en esas apenas 24 horas en que fue abrazando, uno a uno, a medida que iban saliendo al exterior, a los 33 sepultados, después de que durante 69 días, ellos, sus familias, todo Chile y la mitad del mundo hubieran estado pendientes del éxito de la operación de salvamento de la que él era el máximo responsable, y, por lo tanto, el único que habría sido considerado culpable de su fracaso.
Dice André Sougarret que desde el momento en que una de las sondas pudo contactar con los mineros y se supo que estaban vivos, él estuvo seguro de que los sacarían de allí, porque "ya se trataba solo de una cuestión técnica". Persona creyente, no duda de que, además del equipo de 700 profesionales que pusieron a sus órdenes, pudo contar con intervención desde arriba -desde más arriba del presidente Piñera- para que nada se torciera.
No presenta el menor asomo el ingeniero Sougarret de que la fama se le haya subido a la cabeza, ni vaya a hacerlo, porque este éxito de la minería chilena a la que él ha dado nombre propio, no ha modificado más que en detalles poco sustanciales su vida.
Así que lo suyo sigue siendo la historia de un técnico especialista en minería subterránea, encargado de dirigir la extracción de piedras de cobre con leyes decrecientes, en la mayor mina del mundo, EL Teniente, para la empresa pública Codelco. Un reino terrenal, con polvo, rozadoras, pernos, galerías, techos, salbandas, aire comprimido, pegas, explosivos, en el que trabajan 7.000 mineros (19.000 en el conjunto de las explotaciones), a casi mil kilómetros de distancia de ese otro lugar en el que se produjo, un 5 de agosto de 2010, el derrumbe que dejó atrapados a 800 metros de profundidad a una treintena de otros escarbadores de las entrañas de la Tierra.
André Sougarret, 46 años, ignoraba que en los salones gubernamentales se estaba hablando de él aquel fin de semana de agosto en que sonó el teléfono de su casa. "Solo conocía La Moneda de haber pasado por allá, para hacerme unas fotos con mis hijas. Cuando me dijeron que el Presidente quería verme, no me lo podía creer".
No era ni mucho menos la fama lo que le estaban prometiendo desde los despachos del Gobierno, sino la carga de responsabilidad de sacar adelante una papeleta nada fácil.
Por lo que se deduce por nuestra propia cuenta de lo que André no cuenta por la suya, seguramente, al principio, algunos de los que sugirieron su nombre (cuando se ignoraba casi todo: ni si los atrapados estaban vivos, ni dónde se hallaban exactamente sus cuerpos, ni la existencia de planos de labores adecuados, ni las razones del hundimiento en aquella explotación que tenía tufo a graves irregularidades, ni, por supuesto, la maquinaria y medios que harían falta para mover unos miles de toneladas de roca dura o friable, ni de dónde podrían venir, todo ello en un momento en el que Chile, convaleciente de un terremoto, parecía tocado por la mano de la mala suerte), querían colocarle un marrón.
Pero las circunstancias, fueran como fueran, se toparon con André Sougarret, un ingeniero seguro de lo que sabía, con conocimientos, serenidad e intuición para decidir lo que tenía que hacer y preguntar por lo que no sabía, acostumbrado a tomar decisiones sobre la marcha. Por eso, cuando se vió desplazado al desierto con una misión que a casi todo el mundo le hubiera venido grande, al volante de aquella responsabilidad que no le apeteció calificar de inmensa, solo pensó "si están vivos, los vamos a sacar; es cuestión de tiempo".
En esa soledad del corredor de fondo, tuvo momentos malos, reconoce. Especialmente cuando la sonda pinchó en una galería vacía, en donde no estaban los mineros, y algunos familiares, decepcionados, le increparon, gritando que todo era una farsa.
Pero no perdió la calma y, terco y seguro, modificó ligeramente la inclinación del sondeo, repitió suerte, y unos pocos días después se hizo la luz: llegó el tubo pintado de rojo por una mano que trabajaba desde el fondo de la tierra, y la bolsa con una carta de alguien atrapado en su angustia que estaba dirigida a una esposa y a cuatro hijos y, por fortuna para los que esperaban ansiosos desde arriba, una nota escueta pero atinada, escrita por alguien que pensó en todos ellos: "Estamos bien, todos los 33".
Había más cartas, pero el mandril de perforación las destruyó, y solo aparecieron más papeles rotos, ilegibles. La mano de André Sougarret tembló solo unos instantes, antes de oir su propia voz, que imaginamos gritando a pleno pulmón: "¡Vivos!¡Están vivos!¡Los hemos encontrado!".
Lo demás, contado por él si advierte que al interlocutor no le interesan los detalles, fue como coser y cantar..."Podía durar algo más o menos, pero los íbamos a sacar".
Pero si se quiere escuchar los pormenores de toda la historia, se comprenderá que ha habido un inmenso trabajo de organización, de coordinación, de asunción de riesgos, de confianza en el éxito final.
Señores y señoras, póngan estilos de Sougarret en sus vidas. Al tiro.
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