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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre las Fallas de Valencia

A los valencianos hay que alabarles su sentido histórico de la trascendencia. Todos los años, los barrios de la ciudad se organizan para crear composiciones artísticas de cartón, madera y pintura, que serán expuestas apenas diecinueve días de marzo a la curiosidad popular, para ser luego quemadas en la noche de la festividad de San José.

Solamente una de las fallas subsistirá a la cremá, elegida por votación popular. Dicen que será conservada en un museo de salvadas de la quema, pero nosotros hemos creído siempre que avabarán quemándola igualmente. Con ello se cumple el destino más noble de la creatividad humana: pasar a ser fuego y humo, esto es, nada.

Si lo que se entrega al fuego fueran torpezas, tonterías, creaciones sin valor a la que se ha dedicado poco tiempo, cosas inservibles, nos encontraríamos en algo similar a las hogueras de la noche de San Juan: inmensas piras de muebles viejos, cajones, tablas rotas y palos de escoba, que se incineran porque no sirven para nada, aporando así el placer del ver las chispas y oir el crepitar de las maderas.

Pero los valencianos queman obras a las que han dedicado mucho tiempo, en las que se han esmerado como si fueran a perdurar durante siglos. Han gastado en ello bastantes dineros. Su fiesta es, por eso, un homenaje al trabajo inútil del ser humano, a las tareas de hércules diminutos que, conscientes de su debilidad, queman su obra una vez hecha, sísifos que transportan su carga de año en año hasta la hoguera.

La cremá reconoce el valor del fuego para el disfrute instantáneo del que observa cómo el trabajo de otros se destruye para siempre, en un acto de claro poder catártico, liberatorio. Pero el artista también queda afectado en su lado masoquista cuando deja que las llamas pastoreen su obra. Se sacrifica así al dios fuego lo creado por el hombre, y, a cambio, el espíritu retiene un disfrute incomparable por haber destruído adrede lo que llevó tiempo realizar.

 

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