Sobre las devociones de la semana santa para incrédulos
Malos tiempos para la lírica y, por tanto, para la religión. Al menos, para las religiones que han evolucionado hacia la tolerancia y la comprensión del otro. Esas manifestaciones de bondad, máxime si se hacen bajo el duro propósito de que la mano izquierda desconozca lo que hace la derecha, están amenazadas.
¿Para qué sirve en este momento de hedonismo y exhibición, aquello que no se pueda mostrar a los demás, -haciéndoles palidecer de envidia-, o no nos proporcione placeres inmediatos?. ¿Se necesitan dogmas para que los más jóvenes analfabetos, desempleados y sin futuro, de cualquier país subdesarrollado, se dejen convencer por los mandamases de cualquier secta o supuesta religión, de que es lícito arrebatar bienes y hasta las vidas de quienes no pertenezcan a sus etnias o grupos?. Y, ¿cómo desmentir que, para los caídos en la batalla, el premio no será la vida eterna?
Si las religiones quieren captar adeptos, hay que reconocer que la mejor formación cultural ayuda poco. La fe es un don de los dioses, pero la razón es una rémora para convencer a los incrédulos. Las religiones verdaderas florecieron en tiempos de Cruzadas, de la defensa encarnizada de los dogmas, de Inquisición, de enemigos concretos y claros a los que poder avasallar, combatir, vencer. Las acciones teológicas suben cuantas más iras, pecados, odios y castigos infernales se acumulan sobre catecúmenos y adoctrinandos, y cuantas más cabezas se puedan inmolar a los dioses, que han de ser crueles, despiadados, terribles.
Menos globalización y comprensión y más intransigencia, serían las medidas adecuadas para recuperar terrenos para las feligresías. Habría que volver -si apeteciera- a la idea central de que el consuelo de los más pobres o más tontos es admitir que los altos designios les han otorgado sus miserias terrenales para que estén más confortables el resto de la eternidad.
Pero, en fin: ¿Qué puede esperarse de fieles que incumplen los preceptos, desoyen a sus ayatolás, vacían los templos para refocilarse en placeres terrenales, entregándose a la molicie en lugar de orar y flagelarse para no caer en la tentación?.
Consolémosnos ante la evidencia de que la evolución del santoral de la religión católica nos ha premiado por estas latitudes con unas magníficas vacaciones, más o menos al principio de la primavera. La Semana Santa se ha convertido, por ello, una fiesta de final del invierno.
Tal vez los más antiguos del lugar recuerden que se conmemora la pasión de un iluminado que se decia hijo de Dios y que consintió que lo mataran, después de un juicio injusto, de una forma habitual en tiempos bárbaros, crucificándolo, (aunque ahora está en discusión si lo hicieron a la velazqueña o en posición fetal, y se está pensando en clonar el adn de la sábana que lo amortajó). Nos tememos que una buena parte de los jóvenes solo saben que se disfruta de unos días de asueto para pasarlo como dios.
Tierra de paganos, en algunos pueblos de nuestra piel de toro carpetobetónica, entre cochinillos y corderos asados, miles de personas -quizá nostálgicas, en el fondo- se reúnen para ver el desfile solemne de unos encapuchados que siguen con ritmo de no tener ninguna prisa unas composiciones de cartón piedra o barro cocido que representan momentos de aquél calvario. La multitud vibra enardecida cuando algún artista local, gratificado al efecto, canta o grita a pelo una cancioncilla triste desde un balcón de las atiborradas casas por donde transita el grupo doliente; más doliente cuanto más pesada es la carga y más angosta la calle y más caluroso el día.
No faltarán, sin embargo, algunos que aprovechan estos días de devoción para refugiarse de la furia de la ciudad en la aldea de donde tal vez no debimos salir y que se preguntarán, no ya si Dios existe, sino si esa parafernalia que hemos montado alrededor del culto a las divinidades, en atención al respeto que decimos dispensarles, no estará empezando a inflarles las teológicas narices.
0 comentarios