Sobre las promesas electorales y sus garantías de cumplimiento
Será por madurez democrática, pero las ideologías no bastan para atraer el voto de los electores. No es suficiente definirse como de izquierdas o derechas. No basta hacer ver que el contrario es un incompetente, sus ideas para generar puestos de trabajo y riqueza, ridículas o insuficientes.
Por supuesto, si los candidatos provienen de un lado del espectro dirán que no solamente mantienen las medidas sociales, sino que las mejoran; y si se acercan al centro desde la otra orilla, no habrá empacho en presentar sus buenas relaciones con los principales detentadores del capital, alabando la importancia de la iniciativa privada y del mercado.
Algunas de las promesas electorales de la recién iniciada campaña por la presidencia del Gobierno español, han puesto el dedo en la llaga de lo que, en verdad, significan las campañas electorales y lo que se mueve en ellas. El país ya está curado de espantos de los supuestos riesgos de que gobierne PP y PSOE, ya se ha hecho maduro respecto a las dificultades de que las mujeres de los Césares y los propios Césares sean honestos, además de parecerlo, y, desde luego, en este momento está asumiendo que le tocará aguantar una crisis que, como otras veces, habrá sido generada, fundamentalmente, más allá de nuestras montañas.
Lo que es nuevo en el panorama es la ligereza con la que los políticos prometen, justamente ahora, nuevos dispendios del erario público: rebajas en los impuestos, con devolución para todos o bonificación para las féminas; más viviendas para los mileuristas; aumento de las pensiones; etc. Nadie habla de aumentar los impuestos, sino de acrecer el gasto y reducir los ingresos. La conclusión podría ser, pues, que la capacidad de actuación del Estado ha llegado a su límite con el dinero recaudado, y que se prefiere beneficiar a grupos concretos de votantes, tratando así de movilizar sus voluntades.
¿Hemos llegado al límite del Estado del bienestar? ¿Prefieren nuestros políticos que cada particular gestione el dinero como mejor le parezca, en la idea de que esa actuación individual será más beneficiosa que la gestión pública? ¿O acaso, puesto que no existe una fórmula clara de exigir responsabilidades por el incumplimiento de los programas, han iniciado la carrera de prometer desde la muñeca andadora a la batería de cocina, sin que les preocupe no poder atender a ese reparto de premios prometido?
A nosotros nos parece que las medidas propuestas deben estar perfectamente cuantificadas, han de ser cumplidas, y las promesas electorales deben venir respaldadas por un programa coherente, en el que, junto a las hermosas palabras, aparezca el coste de las medidas y la forma de llevarlas a cabo. Querríamos elegir buenos gestores, honestos, serios, y con permanente disposición a ser juzgados por su labor. Políticos que, cuando se equivoquen, lo reconozcan.
No nos gusta, sin embargo, que -por los síntomas- piensen en nosotros solo cada cuatro años, cuando se juegan su puesto, sino que valoraríamos que lo hagan en cada momento del su mandato, cuando lo que está en juego entonces es el puesto de trabajo y el bienestar de aquellos a quienes reclaman ahora su voto.
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