Ingenieria para Abogados y Economistas: La teoría de la relatividad aplicada a la economía
Lo más sencillo sería comenzar esta reflexión expresando que, puesto que todo es relativo (o lo que es lo mismo, todo es según el color del cristal con que se mire, como indicó Ramón de Campoamor en una de sus Doloras), no hay que confiar en la verdad absoluta de ninguna de las teorías económicas -ni de cualesquiera otra ciencia aplicada-, ya vengan de Adam Smith, John Maynard Keynes, Paul Krugmann, Jürgen Donges, Cristóbal Montoro o Pedro Solbes, por citar, al azar, nombres de personas relacionadas con la economía. (1)
No lo pondré tan fácil, porque la teoría de la relatividad a que me refiero no es la de Campoamor, ni la de Galileo, y ni siquiera la imaginada por Albert Einstein para tratar de superar ciertas contradicciones en la Mecánica clásica de Newton.
Estoy apuntando a la relación mágica, aún por desentrañar del todo, que vincularía definitivamente las ecuaciones que relacionan masa y energía en el espacio-tiempo, con los fenómenos electromagnéticos, (analizados sistemáticamente por Maxwell), ya que éstos parecen disponer de su árbol genealógico propio -, y la fórmula de enlace se resiste a aparecer, a pesar de los hallazgos deslumbrantes de Feynman, Tomonaga y otros, casi a punto de conseguir encajar ambos submundos.
Con este trasfondo, la cuestión que pretendo suscitar aquí es la escasa investigación realizada hasta el presente para buscar otra relación misteriosa pero no menos apasionante: la que supondría descubrir el enlace entre los contextos en los que se mueven las preocupaciones sociales y las económicas, y que se nos aparecen, cada día, inconciliables, esto es, tan distintos.
La enseñanza, pues, que me gustaría trasladar aquí, no proviene del terreno de la ingeniería, sino que la he tomado de la familia de una de sus tías carnales, la respetabilísima física.
Voy por partes. El escenario de la economía sería asimilable, haciendo las abstracciones que nos apetezca, al que se presentaba en el terreno de la física tradicional, antes de la aparición de la recopilación de Newton, que acertó a combinar las leyes de la mecánica clásica de Galileo con la ley de la gravitación universal, por la que se explicaba el movimiento de los planetas que había observado Kepler con su telescopio casero.
La sensación de haber avanzado de manera gigantesca en el conocimiento de la naturaleza permaneció en el ambiente hasta que se observó que estas ideas resultaban útiles para aclarar movimientos "lentos" (¡alejados de la tremenda velocidad de la luz, que se calcula en 300.000 km/s!) (2), pero no servían para explicar comportamientos cuando las velocidades y los espacios eran grandes. Las nuevas relaciones, que explicaban situaciones en el campo de lo cósmico, fueron encontradas por Einstein y desarrolladas por él y otros científicos.
No debe existir ninguna duda de que tampoco estas relaciones, cuya comprensión cabal escapa el 99,99999 por ciento de los humanos (y no quiero poner más nueves), tampoco explican todos los fenómenos físicos cosmológicos, sino una parte que, a medida que vamos sabiendo más, resulta más pequeña.
El escenario de lo social, por su parte, se asemeja a lo que corresponde en física al campo electromagnético. Cuando analizamos lo que expresan tanto representantes sindicales como empresariales, nos aparecerá claro que no manejan fórmulas o conceptos económicos, sino "otra cosa".
Si los responsables de la economía, en general, dicen seguir a Keynes -que es como decir en la física que se está de acuerdo con Einstein-, a la hora de la verdad, opinan como les da la gana, pues para ganarse el pan tienen que aplicar la teoría de la relatividad de Keynes al pequeño escenario que todos tenemos delante de nuestras narices, y ahí no hace falta Keynes ni Eisntein, sino que les bastaría con Galileo, -digo, Adam Smith-... o Perico de los Palotes (con perdón).
Y hacen, por tanto, estos aparentes seguidores de Keynes lo que es más cómodo para convecer a los que no han estudiado economía: mentir en los presupuestos y balances, engordar las cifras reales, hablar de la combinación entre financiar y monetarizar, engañando al que está lejos como al que les sigue de cerca pero no posee el "dominio del hecho" (esto sirve para juristas) y, cuando se les descubre, recomiendan apretar el cinturón y las clavijas a los que menos tienen, amenazan con perjudicar a los que más han acumulado, y en un descuido, vuelven a barajar las cartas, mientras dan voces, etc.
Por su parte, los responsables y consejeros de las decisiones sociológicas (seguramente los mismos), aunque han estudiado a Marx y les sirva muy bien para entender lo que pasa por ese terreno -no importa que no lo citen, pues, según convenga, nombrarán preferiblemente a Jesucristo, Buda, Durkheim o Weber-, a la hora de la verdad, opinan como más les conviene para ganarse el pan (o el chalet en la costa o los depósitos en paraísos fiscales), utilizando argumentos de Rousseau o de Maquiavelo.
Todo lo cual les vale para hacer, en realidad, lo que tiene efecto multiplicador a escala liliputiense, y les es más rentable y mucho más cómodo: en lugar de organizar revoluciones o guerras, programar protestas callejeras con pitos y carteles, en lugar de imponer la ley marcial, demandar flexibilidad para el despido, en vez de suprimir de golpe cualquier tipo de prestación social, pedir la reducción de impuestos para las rentas altas y, según quién tenga el micrófono, llamarán explotador al empresario o vago al trabajador, etc.
Se está pendiente de descubrir el enlace entre la economía y la sociología, la fórmula mágica que permita desentrañar el paso suave de lo monetario a lo anímico colectivo, que sirva para conectar la generación de riqueza con la satisfacción de todos y no de unos pocos.
Y aquí la clave, seguramente está, como en la física, en elevarse por encima de lo que tenemos delante de las narices, y tratar de pensar en un mundo más grande que el que podemos observar.
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(1) Todo esto, en el supuesto de que algunos de ellos tengan o hayan tenido alguna teoría.
(2) Fernando Alonso, en sus mejores días, es capaz de poner su coche de carreras -casi independientemente de que se trate de la marca Ferrari, Renault o McLaren-Mercedes- a una velocidad punta de 400 km/h, es decir 0,11 km/s, que resulta ser 2,7*10 exp 7 veces inferior a la de la luz
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