Una metáfora sobre bosques, felicidad y leñadores
Una vez, en un pequeño país cuyo nombre me viene persistentemente a la memoria, vivía un pueblo de gentes bastante felices que tenían un bosque que era la envidia de todo el mundo.
Parecían bendecidos por los dioses pues se había difundido que nadie cuidaba de los árboles de ese bosque. Incluso algunos de los mismos habitantes del país lo creían así. Se conocían dos formas de cuidar el bosque (una, con fertilizantes en el suelo y la otra, con riego de las copas más altas de los árboles) y, desde hacía años, se habían decidido por el primero de los métodos, aunque casi la mitad de los habitantes del país opinaban que el segundo les había ido bien en su momento y que era hora de cambiar el procedimiento.
Sea como fuere, todos -eso sí, algunos en mayor medida- disfrutaban del bosque y vivían sin estrecheces de lo que les producía. Muchos se permitían no dar ni clavo. A pesar de todo, el país crecía próspero y feliz, con un buen futuro por delante, y los banqueros de todo el mundo rivalizaban por prestarles dinero para abonos, diciendo simplemente, "ya me pagaréis".
Otros países, con admiración, les pedían incluso consejo de cómo cultivar sus árboles, tratando de imitar su éxito. No lo conseguían, sin embargo.
Tanto bienestar inexplicado había también suscitado la envidia de algunos países vecinos, que, aunque tenían bosques bastante más grandes, desconfiaban. Les resultaba bastante molesta la cara de felicidad de los habitantes del pequeño país. Y se empeñaron en conocer con exactitud en qué consistía exactamente la fórmula de s éxito.
Expertos en jardinería tomaron muestras del bosque encantado y las compararan con las de los suyos. Profundos análisis les convencieron de que no había ninguna diferencia, por lo que, después de un conciliábulo, decidieron acabar con el asunto, negándose a vender abonos y sierras al pequeño país y difundiendo que los análisis probaban que el bosque estaba dañado y había que tomar urgentes medidas de saneamiento.
La historia final del cuento es simple. Se formó un equipo de leñadores que consiguió convencer a la mayoría de los habitantes del pueblo que habia que empezar a regar los árboles por arriba, eliminar los abonos del terreno y, sobre todo, cortar los árboles más grandes, que impedían, con su sombra, que crecieran los más pequeños.
Tenían como consultores a los expertos de otros países y, cuando les preguntaban si habían cortado suficiente, les contestaban que había que cortar más. Si les preguntaban si habían regado las copas bastante y no era el momento de abonar, les decían que había que seguir regando y que ya llegaría el tiempo de atender al suelo.
Cortaron y cortaron, y el pequeño país se hacía cada vez más pequeño y sus habitantes más tristes y desesperados. Cuando ponían por las noches la televisión o la radio escuchaban al equipo de leñadores en el que habían confiado recientemente que aún había que seguir cortando árboles, que era lo que había que hacer, y, como en una pesadilla, el anterior equipo de leñadores repetía que no estaban en absoluto de acuerdo, y que no había que hacer lo que no había que hacer.
Un galimatías.
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