Descubriendo a Chagall
Desde el 14 de febrero al 20 de mayo de 2012 la Fundación Caja Madrid y el Museo Thyssen-Bornemisza acogen una importante recopilación de cuadros, bocetos y alguna escultura y modelado de Marc Chagall, uno de los pintores del siglo XX con más gancho mediático.
Las razones por las que, a pesar del gran consumo que se ha hecho de su pintura -colorista y enigmática, con cabras, becerros, amantes entrelazados, ramos de flores, lunas, y violinistas o barbados contorneándose sobre los tejados de pueblos con casas que podrían haber sido dibujadas por escolares inquietos, a veces vueltas boca abajo, y otras en llamas-, magnífica para ser reproducida en posters destinados a decorar saloncetes, despachos de profes universitarios y habitaciones de damisela, mantega viva tanta atención son, en mi opinión dos; a) provocan en el espectador la necesidad de explicar el mensaje de estos elementos, en especial, si se encuentra acompañado, y b) -lo que resulta aún más atractivo- las explicaciones improvisadas parecen convincentes al improvisado exégeta.
Chagall se empeñó, a lo largo de su amplia vida, en reflejar en su pintura una cosmogonía con muy pocos elementos, que va situando, envueltos en un escenario colorista visualmente muy impactante, de acuerdo con la dinámica que experimentan sus convicciones respecto a dos preocupaciones centrales: el amor (o, mejor expresado, la sexualidad) y la religión (centrada en la contraposición de la Torá con el Nuevo Testamento).
Se ha escrito bastante acerca del papel que las mujeres representaron para Chagall, no ya en su vida, sino dejando reflejo sustancial en su pintura.
Desde su madre, a sus amantes en época juvenil, y, desde luego, la dependencia funcional respecto a sus esposas-criadas, Chagall representa la integración tensa de sexualidad, arte y consecución o búsqueda de la felicidad, plasmadas frecuentemente por él en figuras bicéfalas (hombre-mujer, en la que el papel de uno u otra puede ser suplantado por una cabra, una vaca o un burro).
Ver plasmada con pinceles esa historia personal de conversiones, caídas y reconversiones religiosas, junto a las pulsiones sexuales (y, Chagall me perdone, seguramente también homosexuales), y sabiéndose sujeto paciente pero creyéndose autor y agente de un escenario de guerras, persecuciones por las creencias (y hasta por la ausencia de ellas) e inestabilidad emocional, tiene su morbo.
Cuando Chagall tiene argumentos ajenos -por ejemplo, cuando ilustra las fábulas de Lafontaine o la Biblia-, y aunque esté tentado a incrustar su parafernalia para contar esas otras historias, se muestra como un dibujante-pintor vigoroso y con afición al escorzo, a mirar desde un ángulo trasversal las situaciones.
Cuando Chagall se cuece en la salsa de su mundo personal, limitado por la pulsión religiosa y la idea voluntarista de que el amor redime a la persona, se repite una y otra vez, moviendo sus fichas desesperadamente dentro del cuadro, y entonces no tiene más recurso activo que el color, que utiliza como un estilete para despedazar, con saña desproporcionada, las cuatro piezas de su microcosmos.
Por eso, Chagall gusta hoy tanto. Porque no nos dice nada nuevo, no nos obliga a pensar, nos representa la visita a la casa de la vecina en la que el niño dotado para la pintura nos enseña sus dibujos mientras tomamos un té con pastas.
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