Sobre algunos dilemas de RSC en las empresas multinacionales
Durante la IV Jornada sobre Responsabilidad Social Corporativa en las empresas multinacionales, celebrada el 28.09.2011 en el Auditorio de la Fundación Mapfre en Madrid y con la colaboración de El Nuevo Lunes, los ponentes -representantes casi todos ellos de empresas multinacionales con sede en España- se esforzaron en ofrecer, tanto una panorámica del estado de la cuestión, como hacer exhibición de la forma concreta por las que sus propias corporaciones se aplican para atender a las exigencias crecientes de ese terreno variable.
Si tuviéramos que emitir un juicio global sobre la reunión, diríamos que todos estuvieron muy bien, a la altura de lo que se esperaba de ellos. La conferencia inaugural de Antonio Garrigues Walker, diseccionando el tema entre lo legal y lo ético, centró ya los aspectos filosóficos de la cuestión.
Nosotros tuvimos ocasión de hacer dos preguntas, una para cada mesa de intervinientes. Como en estas reuniones, el personal se comporta con una gran timidez (o es que en realidad, salvo un par de anomalías, todos o casi todos son directivos, empleados o becarios de las empresas actuantes, como sucede sistemáticamente en las asambleas generales de las grandes empresas), no hubo más preguntas que las nuestras (y las que el moderador de cada panel realizó a los conferenciantes.
La primera pregunta se refería a la disponibilidad de las corporaciones para incorporar a sus órganos de gestión o de control, en fórmulas que habría que estudiar, a los representantes de la sociedad civil. Contrariamente a lo que viene sucediendo, que los consejeros independientes son elegidos entre aquellos que han servido en la administración pública (y acaban defendiendo intereses corporativos), nuetra propuesta ería que los representantes políticos en el Parlamento -la forma, hasta ahora más eficiente de conseguir representación de la sociedad civil- tuvieran acceso a esos órganos, teniendo información e interviniendo positivamente sobre las líneas de trabajo futuro de las empresas.
Se trataría, como pretendimos explicar, por una parte, de ayudar, en el trabajo conjunto entre Administración pública y empresas, a construir una pipe line (al estilo de los proyectos previstos por los organismos multilaterales) que sirviera de orientación a empresas de menor tamaño y a futuros inversores. Por otra, se evitarían así -seguramente- los sinsentidos éticos de negar la implantación de una tecnología (digamos, la nuclear) en el territorio nacional, en tanto que se está apoyando ese desarrollo, con empresas propias, en países menos avanzados tecnológicamente.
La otra pregunta hacía referencia a las dificultades prácticas de defender una postura de responsabilidad social con decisiones emanadas simplemente de la sensibilidad de una empresa privada, cuyo objetivo principal es la maximización del beneficio. Más poderosas que muchos Estados, las multinacionales acaban decidiendo lo que es bueno o malo para las sociedades en las que se asientan, convirtiéndose los representantes de las Administraciones (es decir, el pueblo) en meros espectadores. La ética global, o los principios éticos generales, que a nivel personal son patrimonio individual y asumibles a los principios kantianos o religiosos más compartidos, pasan así a ser definidos por las multinacionales.
¿Cómo traducir adecuadamente los principios, p.ej. "actúa de forma que lo que hagas no te gustaría que te lo hicieran a tí" o "procura que tus acciones puedan ser adotadas como norma general", cuando el sujeto es una multinacional y a sus ejecutivos se les valora por la "creación de valor" que sus decisiones han tenido en un corto plazo para sus accionistas? ¿Nos conformamos con que nos digan que cumplen la Ley y sus normas internas de conducta, incluso en países donde domina la corrupción? ¿Estamos dispuestos a admitir un doble comportamiento, según se refiera a su actuación cercana a nosotros ("los clientes principales") o en aquellos temas que solo vivimos -al menos, aparentemente-, por la televisión?.
En el fondo, aunque no lo expresamos así, por no alarmar más de lo debido a los pulcros representantes que hacían gala de la sensibilidad de sus empleadores, subyace una pregunta inquietante: ¿Aumentará el riesgo, ya aparecido con ejemplos concretos, de que las multinacionales ubiquen sus sedes o centros de consolidación global del negocio, al margen de filosofías, en países menos exigentes, cuando dejemos de ser sus clientes preferenciales?
Hemos extraído como denominador común a las respuestas de los ponentes que aún no estamos maduros para "mezclar churras con merinas". ¿Quiénes "no estamos"? ¿Quién lo decide? ¿Las mismas multinacionales?
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