Sobre nacionalidades, fútbol y banderas
Las nacionalidades modernas son, en resumen para neófitos, una mezcla de intereses mercantiles, herencias feudales y egocentrismos enfermizos.
Por supuesto, no son entendidas así por quienes echan mano de ese frasco de esencias rancias, cuando se trata de negociar trozos de tartas de pasteles e incluso, de conseguir despojos de la basura. En esos momentos de éxtasis, se habla de las nacionalidades como si fueran la manifestación más genuina del desarrollo cultural humano, la más pura demostración del genio y de la raza.
Es obvio que las nacionalidades necesitan de banderas, de símbolos y, sobre todo, de un elemento de identificación, aglutinador y de fácil comprensión.
El fútbol ha conseguido ser ese referente. Así que hou podríamos decir, asumiendo las razones del orgullo coelctivo, que la nacionalidad española se erige en torno al avance cultural que ha forjado un equipo de una decena de héroes capaces de superar todas las dificultades imaginables en un espacio de aproximadamente una hectárea, conduciendo una pelota hasta un portón de tres palos, portando como emblema sacrosanto una roja camiseta.
Esa base cultural antológica se sustenta, básicamente, con los elementos surgidos del Barça, exponente de la muy privilegiada cultura catalana, sublimada sobre todas las demás nacionalidades, naciones, asociaciones atléticas y agrupaciones sociales de la tierra hispana, debido a la especial cualidad de los atletas vestidos con los colores blaugranas.
Nuestro concepto de nación se ve reducido, pues, a una fiebre pasajera. Soy español, español, español, porque el equipo de fútbol que representa mi país en una competición internacional ha resultado triunfador, o porque un fuera de serie atlético ha conseguido un preciado trofeo con sus habilidades.
En todo lo demás, si pudiéramos, prefiríamos, posiblemente, ser norteamericanos, alemanes y, al no ser eso posible, representantes autodesignados del pueblo más escondido del mundo en el que se encontraran algunas raíces que justificaran nuestra presencia actual en un planeta que, pretendiéndose global, resulta, imparablemente, víctima de los más oscuros obstruccionismos individualistas.
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