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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre la evolución de los focos de atracción sexual

Sin ánimo de realizar un estudio sociológico, pero la proximidad del verano, que se acompaña con crecientes calores, cambia los atuendos, especialmente de las mujeres occidentales que, más afectadas que los varones por las subidas de temperatura, se aligeran de ropa para andar más cómodas, desprendiéndose de algunas prendas y reduciendo el peso de la totalidad.

Por supuesto, no son ellas las únicas en sufrir la presión del calor reduciendo peso, según una ecuación empírica que bien podría traducirse por Q.P = cte, siendo Q la temperatura Kelvin predicha por el experto de la tele (adecuadamente transformada desde grados Celsius o Fahernheit) y P el peso propio y de la vestimenta (en kilogramos o libras), descontadas los zapatos y la bisutería. No son las únicas, pues no se puede decir que sean pocos los varones que, con el mismo pretexto térmico, cambian la franela por el lino y el zapato de cordón por las sandalias de rejilla.

Lo que pretendemos que ocupe la atención de este Comentario frívolo, no es lo que queda cubierto en tiempos de calor, sino lo que se descubre, y por qué se hace el deshabillé, e incluso para qué, si fuera exigida tanta profundidad de análisis.

Empezamos nuestra crítica, para que se comprenda mejor la intención, sobre la ostentación de piernas -peludas o mondas- que hacen algunos tipos del sexo masculino (al menos, por natura). Tal exhibición (desagradable a la vista, en general) no parece tener mucho que ver con estar más fresco, sino con serlo.

Por cierto -si se nos permite la disgresión, porque no viene a cuento- causa sonrojo ajeno ver a un peludo casposo en camiseta acompañando a una dama cubierta y recubierta con varias capas de ropa y una pañoleta recogiendo hasta la última brizna de sus cabellos, ofreciendo de este modo ambos a pública contemplación sus confesiones, miedos, actitudes de dominio y solapadas creencias.

Volviendo al predio. Unas piernecillas asomando desde unos pantaloncetes cortos hasta llegar a unos zapatos náuticos no deben producir frescor al cuerpo de su dueño, y, desde luego, no causan escalofríos de pasión, sino más bien, repelús, muy especialmente si el propietario es uno de esos cincuentones o sesentones que parecen haber descubierto su lado exhibicionista con el declinar de la edad y la potencia.

En el caso de las féminas, la forma de vestirse en los calores tiene algo que ver con la edad, aunque no solo. Las jovencitas desde 12 a 17 años lucen en estos tiempos de confusión unas minifaldas -no encontramos quizá la denominación adecuada- cuyo principal objetivo es enseñar el máximo de pierna, con el reto de que no se vea la parte inferior de sus braguitas.

Si alguna se viste con pantaloncito o pantaloncete, será cuestión a destacar en ese atuendo que deberá colocarse la cintura de forma tal que se enseñe el comienzo superior de  aquella prenda citada en el párrafo anterior, antes tenida por íntima, y que su color ha de hacer juego o jugueteo con la que tiene por función ensalzar los senos, propios o inventados, que también ha de dejarse traslucir, por si las dudas de la capacidad económica de su portadora.

Tiempos aquellos en los que, por lo que nos han contado, nuestros bisabuelos se emocionaban al ver unos tobillos del sexo contrario y que, yendo algo más allá, como se nos dice en boca de Don Fabrizio, señor de Lampedusa, hacían el amor con la luz apagada y sin despojarse de los camisones. Tiempos estos en los que cualquier actriz o actor de carácter no se librará de una escena de sexo explícito, sea cual sea la historia que se nos quiera contar y venga o no a cuento con el guión.

No podemos sacar conclusiones de este despliegue de lo que hace un par de decenias se considerarían impudicias, que hoy habrán de ser vistas como exhibición normal y hasta arriesgaremos el ser calificados como atrasados, obsesos y viejunos. Quede solo constancia de que el enseñar más cuerpo para estar más fresco es un error de concepto.

Porque, a menudo, lo que se enseña desnudando el cuerpo ante desconocidos es el plumero del que no sabe muy bien en qué consiste el atractivo mayor de una persona. Eso sí que lo saben las señoras de esos treinta años que van de los 30 a los 40, que se enfundan en unos pantalones ajustados a la cadera y en unas blusas combinadas que dejan el campo justo a la imaginación sin comprometer la compostura.

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