Sobre la verdad
"Prefiero no saber la verdad", se dice a veces, expresando con ello que, aunque tenemos serias sospechas de que algo se haya realizado contrariamente a lo que nos hubiera gustado, nos inclinamos por no profundizar en la investigación, para no tener que actuar en consecuencia. Se emplea, sobre todo, cuando existe una clara relación de subordinación entre quien tal dice y el que oculta o disimula la "verdad"; generalmente, un hijo, un criado, un empleado.
El ser humano, curioso por naturaleza, necesita conocer el porqué de las cosas. Es un principio que ha impregnado su devoción religiosa, el culto a quienes saben más, o se jactan de saberlo mejor, de tener información privilegiada. Alcanzar la verdad absoluta es parte del summum de perfección, un desideratum muy apetecible.
"Yo soy la Verdad" (en forma completa; "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida") es la expresión que atribuye el hagiógrafo Juan a su maestro Jesús (Jn 14; 6-14). El alcanzar la verdad absoluta, dominar la máxima sabiduría es el culmen del camino de perfección, el fin de todos los procesos de mejora individual, sean dirigidos hacia un ser superior o al mejor conocimiento de uno mismo.
El mentiroso descubierto es objeto de desprecio y burla, cuando no de castigo. Por eso, la ocultación forma parte también de las actitudes humanas, pretendiendo así que no se conozca nuestra verdad, casi siempre porque nos hace vulnerables, más despreciables, mezquinos a los ojos de los de más. La Biblia, el libro sagrado de nuestra cultura teocéntrica, castiga al mentiroso duramente.
El patrono de todos losmentirosos es Caín, caracterizado como el primer mentiroso de la historia humana, que cuando fue preguntado por su hermano Abel, al que había matado por envidia, dijo no saber nada de él. No es tan fácil descubrir al mentiroso convulsivo, porque teje un entramado complejo de ocultaciones y, generalmente, no está nunca solo. La política nos está dando ejemplos recientes de mentiras colectivas, punta de iceberg de las que permanecerán ignoradas, tal vez para siempre.
A niveles no teocéntricos, dejando al margen las verdades reveladas y su análisis, la preocupación por conocer la verdad es la guía de todo trabajo de investigación, el móvil de todo científico y filósofo. No se estará nunca completamente seguro de haber alcanzado verdades absolutas, pero los descubrimientos, tanto en el terreno técnico como en el humanístico (si se nos permite esta dicotomía) pueden resultar útiles.
Los descubrimientos técnicos (o científicos), en particular, han servido para mejorar la calidad de vida de muchos seres humanos, y han permitido controlar algunas leyes de la física para obtener rendimientos y resultados efciientes de las máquinas y de otros artilugios de la creatividad.
No todo el mundo, por su formación o por su capacidad intelectual de base, está capacitado para buscar su propio camino hacia la verdad. Para muchos, incluso capaces, no merece la pena el esfuerzo. Se rinden ante la evidencia de lo mucho que queda por conocer, por la dificultad de encontrar verdades entre la confusión. Se acogen, por ello, a la presunta existencia de verdades reveladas por espíritus superiores, que, a lo largo del tiempo, generación tras generación, se han conformado de una manera sincrética, en doctrinas, principios y dogmas, a los que se engloba en el concepto de fe.
Creer lo que no vemos, ni podemos experimentar. Admitir como verdad lo que nos han dicho otros, bienaventurados que han tenido el contacto con los dioses, que han sentido la revelación del más allá, de la verdad que está por encima de lo que, con nuestros medios, nos cuesta tanto obtener.
Bienaventurados los que no creen, los que dudan de la verdad que otros les quieren imponer, porque en ellos está la esencia de lo que nos hace libres para encontrar las verdades que son patrimonio de todos y no moneda útil para unos pocos, con las que, tantas veces, ocultan su ignorancia, su mala fe o su desprecio hacia la humildad de los que trabajan con las preguntas para las que todavía no hemos encontrado las respuestas.
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