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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre la identidad española

¿En qué consiste ser español en este momento?.

Pues...a los franceses debe ser que les preocupa saber quiénes son (ellos). El diario Le Monde, por ejemplo, ha asumido el liderazgo de la pasión renovada por recuperar la esencia del chauvinisme, y publica, desde hace algunas semanas, opiniones de sus lectores y varias autoridades sociales (futbolistas, incluso) acerca de la espinsoa cuestión. La pregunta de base es: ¿En qué consiste ser fancés? (Pour vous, c´est quoi être français?) y fue presentada originalmente en la web del Ministerio de Inmigración e Identidad Nacional.

El presidente Sarkozy, que, por su reiterado comportamiento, tiene vocación de ser protagonista en todos los saraos -incluso allí donde hay más chicha que limonada- y que, como cabeza máxima visible del laicismo francés, está obligado a emitir una opinión sobre la espinosa cuestión de si ser francés tiene que ver con ser revolucionario, católico y orgulloso, ha irrumpido en la polémica abordando el tema, sentando doctrina institucional en los frentes abiertos: ser francés implica ejercer de tolerante religioso -fundamentalmente, hacia el islamismo- y facilitar la integración de los inmigrantes. Todo ello, con base -va de soît- en el recíproco respeto.

La reflexión sobre en qué reside la identidad española puede considerarse por algún sector como un debate inoportuno.  Aquí tenemos otros problemas, porque las identidades que más preocupan son las regionales. En un momento en que desde la autonomía catalana se recrudece el debate independentista, se podría considerar bastante pertinente el encontrar la expresión colectiva, -una especie de "ley de mínimos", de mínimo común denominador- de lo que pueda entenderse como "español".

Nada sencillo, pues. Para un pueblo que anduvo a tiros hasta hace muy poco consigo mismo, y en donde la dialéctica deja paso fácilmente a la descalificación frontal y a los garrotazos, la búsqueda de una identidad nacional común exige distancia, conocimientos históricos -pero sin irse muy allá, porque todos descendemos del mismo tronco- y ganas de sacarle punta al lápiz.

Tampoco habría que descuidar que en España hay un sector de opinión que asume la identidad nacional subsumida en la pretendida vocación para nuestro país de ser guía de la "alianza de civilizaciones", paradigma de la globalización y de la "lucha contra el cambio climático", ejemplo de neutralidad y modelo de comportamiento urbi et orbe.

No será complicado encontrar el contraste entre esas posturas grandilocuentes y la cotidiana realidad, con tintes algo trapaceros y bastante zaparrastrosos, de lo que considera símbolo común de lo español el ciudadano de a pié, admitiendo que haya nacido en Guadalix o en Tánger o El Ejido así como en Tegucigalpa o Buenos Aires.

Los espectadores de un partido de fútbol en el que juega la "selección española" se enardecen por su victoria, los que aplauden a Nadal, Alonso, Marta Domínguez o Gassol -por no citar a todos los que provocan devoción con sus resultados-, quienes critican la inmigración que viene a quitar puestos de trabajo a los españoles o saludan efusivamente a un desconocido al que oyeron hablar español (sin acento sudamericano) en las ruinas de Petra, ¿tienen en común algo que pueda ser identificable con el convencimiento de que les une "lo español"?

La identidad española -como la francesa o la italiana- hace algún tiempo que entró en crisis. Desapareció cuando se la contrastó con el sentido práctico del europeísmo, y se vió que lo más importante de lo que podemos tener en común los seres humanos es la economía. La que nos da para comer, vivir algo mejor, comprar lo que queremos.

Esa es también la razón última de la resurrección o la puesta en valor de las identidades regionales y aún más, de las locales. Diluídos en un mundo en el que no sabemos movernos, porque desconocemos sus verdaderos móviles, no queda otro remedio que mirar a lo que tenemoso más cerca.

Como la familia ha desaparecido, y  necesitamos el apoyo de un grupo para no sentirnos solos, para reforzar la defensa de nuestro miedo al aislamiento, a la marginación, nos inventamos las relaciones, basándolas en un nuevo concepto de la amistad, convirtiéndola en presupuesto de "identidad colectiva".

No fue así hasta hace poco, y sigue siendo así (con resistencia de los supuestos valores que configuran la identidad regional) en algunos sitios privilegiados, porque aún creen tener las claves de cómo generar más riqueza. Esa idea de poder económico colectivo sirve para generar una población de recepción de los que quieren venir de fuera a disfrutar del pastel, la base de una identidad fuerte.

Lo local se valora como vencedor, como mérito, por el que llega, y, consciente del peaje que debe pagar el foráneo, se produce por éste, la asimilación, la adaptación, el intento de mimetización. Cataluña, por ejemplo, está llena de ejemplos de catalanistas acérrimos que se apellidan Núñez, Martín, López o Rodríguez. Han asumido la servidumbre de su incorporación al sistema y son más catalanes que nadie (al menos, mientras estén en su tierra de acogida).

Los españoles modernos carecen de la idea de Patria de que alardeaban sus padres o, mejor dicho, sus abuelos. No saben apenas ni tres conceptos de Historia o Geografía española, hablan mal la lengua (que llaman, para más inri, "castellano"), carecen de una formación religiosa seria -y, ay, en muchos casos, incluso ética-, y han recibido sus enseñanzas embutidos en aulas heterogéneas recibidas de maestros desilusionados -tomando prematuros contactos con los "valores de la vida", de los que la actividad sexual ocupa un término aventajado- .

Claro está, son apolíticos, aconfesionales, agnósticos, escépticos y ácratas, aunque no sabrán explicar porqué. Han viajado por todo el mundo y se dicen ecologistas, sensibles con la amenaza del calentamiento global, pero se mostrarán intolerantes con quienes les lleven la contraria por cuestiones intrascendentes.

Por supuesto, no han contado con muchas oportunidades de apreciar el concepto de grupo y sus valores, más allá del grupito de amigos de toda la vida, con el que crecerán y se cocerán hasta la muerte, un microcosmos ciertamente limitado. No han hecho la mili ni el servicio social, y su idea de "identidad" puede no ser muy diferente de intentar ponerse hasta el gorro de porros y alcohol antes de entrar en un "palacio de deportes" con otros cuantos miles de desconocidos.

La identidad española no existe, puede ser, más que en algunos reductos impregnados de nostalgia, pero los rescoldos no se han apagado del todo. Bienvenido sea quien consiga recuperar de ellos la ilusión por un proyecto colectivo común, proyectado hacia un mundo global en el que el respeto a lo que cada persona pueda aportar para hacerlo mejor, ha de ser siempre bienvenida.

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