Sobre las virtudes de los comerciantes chinos
La invasión china de los siglos XX y XXI es silenciosa, pero muy efectiva. Nos tienen cogidos por los huevos, la leche, las sartenes, los objetos de plástico y todas esas cosas necesarias para la vida.
No sabríamos vivir sin los comerciantes chinos. Están allí donde los necesitamos, a cualquier hora, con el complemento preciso para terminar el bizcocho, la ensalada, hacer un bricolage o meter el último tentenpié al coleto. Los hay especializados, sustituyendo a las antiguas tiendas de la esquina, en productos alimenticios; otros son la versión próxima y barata de la sección de oportunidades del Corte Inglés.
Es cierto que son todos los chinos son físicamente iguales: poseen el mismo aspecto pulcramente desaliñado, hablan a gritos y llevan unos zapatos horribles. Cuando están parados, parece que no te están viendo, y es que, simplemente vigilan. Cuando están en movimiento, llevan, desde furgonetas muy usadas pero nunca destartaladas, conduciéndolos en parejas o tríos, unos bultos inmensos que conducen a sótanos y trastiendas que nunca hubiéramos imaginado que existían.
No hablan nuestro idioma (salvo los más jóvenes), pero lo entienden perfectamente por vías desconocidas de la comprensión humana. No hay más que atender a una conversación habitual entre un cliente y su diligente proveedor chino: "¿Tenéis un chisme de esos que sirven para que espese la masa?" y, después de mirar al inquirente de hito en hito, como si fuera a penetrar su alma, el chino se va en silencio a un lugar oculto en una de las estanterías del fondo de su tienda, y le acerca una batidora de varillas.
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