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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre los tesoros de Madrid

Pulula por ahí una frase de esas pretendidamente ingeniosas, aunque por lo repetidas y el pelo que han adquirido con el paso del tiempo, más bien hieden, que quiere dar a entender que el alcalde de Madrid -que tiene la ciudad patas arriba- anda buscando un tesoro en los subsuelos de la ciudad.

Tesoro no hay, pero ruinas, muchas. La historia de Madrid, en lugar de mostrarse al aire libre como la de algunas otras famosas, está enterrada, incluso a varios metros de profundidad. Lo que queda a la vista, salvo excepciones, no refleja historia alguna, salvo la miseria de la concepción urbanística de la ciudad, hecha de remiendos, y falta de una concepción global, uniforme.

No ha tenido Madrid ni su Hausmann ni su Napoleón. Carlos III hizo algo, pero la ciudad era pequeña y el presupuesto exigüo. El hermano del prócer al que Francia venera todavía como compendio de virtudes, y que aquí se apodó Pepe Botella, mandó utilizar con ardor la piqueta sobre edificios y plazuelas que no merecían, según él, resistir el paso del tiempo. Arturo Soria o el no menos genial Palacios llegaron a esta ciudad cuando la mayor parte del mal estaba hecho.

Dicen que Franco mandó trazar el Paseo de la Castellana para llegar rápido desde el Pardo a la Plaza de Oriente; debe ser un remedo adaptado de lo que se cuenta que pretendía Napoleón para poder sacar o meter los carros de combate por los Campos Elíseos.

Lo sustancial es que cuando España tuvo medios -allá cuando en los dominios del emperador no se ponía el sol- la capitalidad de Madrid ni se presentía. Después, cuando Madrid empezó a ser centro de patrias chicas, no solamente los españoles no ganaban una guerra, sino que las perdieron todas, hasta la que entablaron contra sí mismos.

Gallardón, actual alcalde de Madrid -nos tememos, por él, que ya por poco tiempo- está empeñado en cambiar el adoquinado de la ciudad, una vez más. Como también ha mandado hacer algunos agujeros más profundos, lo que está aflorando por ellos es el esqueleto de Madrid. Una ruina de una ciudad que nació ya vieja, pobre, imprecisa, y cuyo máximo atractivo, mientras el ánimo resista, son sus habitantes: ciudadanos que venían de paso y han sido compelidos a quedarse por inextricables fuerzas de amor, conformidad, fatalidad, oportunidades, malestar e inútiles protestas.

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