Sobre la belleza de las piedras
En los libros dedicados a minerales y rocas, se presentan fotografías de escogidos ejemplares, que tienen en común el estar bellamente cristalizados o cuidadosamente pulidos (según los casos), reforzadas con comentarios poco inteligibles para profanos respecto al cumplimiento de determinadas reglas de simetría y otras características de su composición y metalogenia, junto con datos de los índices de refracción, dureza o friabilidad (por ejemplo), con indicación somera del lugar de hallazgo del ejemplar y, cuando procede, añadiendo el nombre del poseedor, se supone que afortunado, de tal anomalía de la naturaleza.
Porque se trata de anomalías. Existen para ellas, como para la disposición a apropincuarse de casi todas las anormalidades naturales, coleccionistas ávidos, -de cuya total capacidad mental podrían incluso, por los sintomas, dudar algunos, por supuesto, no coleccionistas-, que son capaces de recorrer el mundo de cabo a rabo para adquirir, sustraer o verse regalados con esas piedras tan especiales, que añadirán empaque a su preciado montón de rarezas mineralógicas y deleites indescifrables por la contemplación solitaria o en comandita de sus imaginarios tesoros.
Allá cada cual con la responsabilidad de emplear su tiempo y su dinero como le peta. No van por ahí nuestros tiros. La cuestión que queremos suscitar aquí es otra: pocas enseñanzas prácticas pueden derivarse de esas bellas piedras que adornan las colecciones públicas y privadas, salvo la constatación de su singularidad y su eventual valor estético. Poco podrán aprender los alumnos de mineralogía o geología por contemplar hasta la saciedad esos fenómenos, al menos con enseñanzas que puedan ayudarles en el campo para identificar de visu lo que se ponga ante sus narices.
Quienes se dedican a la minería, saben que el valor práctico de las piedras que se extraen de la naturaleza -salvo en las tenidas por piedras preciosas o semipreciosas- no consiste en sus bellos maclados, sus estructuras cristalinas casi perfectas, o la ausencia de máculas o la combinación de colores entre la roca madre y las inncrustaciones metalogénicas.
Nada digamos de la dificultad de identificar, a pelo, una variedad mineralógica, salvo que se sepa de antemano por dónde se anda y lo que se ha cocido en tales predios.
Propondríamos que las Escuelas y Facultades de Minería y Geología y, en general, todos aquellos centros que se dedican a la divulgación y enseñanza de la importancia de las piedras y pretendan ayudar a su identificación, junto a los bellos ejemplares de sus colecciones preciadas, dispongan de otros, mucho más representativos de lo que se extrae de verdad de la buena de la naturaleza, y aprendan aquello que tiene valor para el técnico, el ingeniero, el empresario minero y la sociedad: que solo los análisis químicos o espectrográficos dan las claves de la mayoría de los hallazgos y que la belleza de lo natural se mide por otros cánones que por una piedra singular y, por lo tanto, anómala.
Ayudaríamos así a que los jóvenes educandos sepan identificar mejor las piedras tal como se las van a encontrar cuando salgan de paseo y, de rebote, a que la sociedad consumista apreciara, junto a la belleza, la practicidad de lo que resulta verdaderamente útil para mejorar nuestra calidad de vida. Datos que tienen que ver con cantidades, concentraciones, profundidades, procesos de extracción selección, lixiviación, cribado, hidrólisis, fundición, etc.
(Nota para curiosos: La fotografía que ilustra este comentario es un magnífico ejemplar de scheelita, en su soporte cuarcítico y con sus destelleantes ribetes micáceos, tal como se presentaba en la mítica mina de Penouta, en Boal, en la que sucesivos inversores y en variadas épocas, perdieron hasta la camisa)
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