Sobre la imaginación y sus recursos
Con esa tradición de atribuir cualidades o defectos humanos a los animales, algunos irracionales acumulan tantas virtudes que no es extraño que cuando le preguntan a un niño qué animal le gustaría ser, conteste que un águila, un tigre o un caballo.
Las respuestas se llenan, sobre todo, de caballos. Se podrían formar recuas inmensas de niños-caballo.
Es menos apetecible, incluso para los adultos, tener la imaginación de Eistein, Leibnitz, Arsuaga o Fernando Alonso, que la de un caballo. "Tengo una imaginación de caballo" (o una memoria de caballo, aunque resulte más propio tenerla de elefante o de golondrina) es una afirmación corriente.
También se suele decir que alguien los tiene (los testículos) como el caballo de Atila, para expresar que alguien se atreve a hacer cosas que cualquier otro, en su sano juicio, jamás acometería, asimilando el tamaño de los adminículos al arrojo.
Es evidente que la ministra de Igualdad debería hacer revisión inmediata de estas reminiscencias machistas, impropias de nuestra sociedad avanzada. Quizá podría sustituirse por "tiene los ovarios de Babieca", que aunque no es muy conocido, era la yegua de El Cid Campeador, que, por cierto, tampoco debía andar manco de sus bajos.
Lo que nadie desearía es tener la cabeza de un chorlito y, por supuesto, mucho menos, tener la cabeza a pájaros. Pero ser un águila (para los negocios) es mejor que aparecer como un buitre (para lo mismo). Tampoco es agradable, si se es pez normal, caer en las cercanías de un tiburón. Estos últimos no suelen ser conscientes de su condición de tales, e incluso pueden verse como hermanitas de la Caridad, que es una especie prácticamente en extinción.
Para estimular la imaginación, se les da a los niños cuentos de magia o de aventuras en países y circunstancias inventados por los adultos, en los que los protagonistas se pasan el tiempo buscando anillos, cajas con superpoderes o espadas flamígeras.
Siempre ha sido así. Antes, los protagonistas de esas historietas eran grumetes, hermanos menores de tipos inteligentes y fuertes o hijos de científicos e investigadores. También podían ser hermanas de esos niños, con papeles bastante secundarios, porque bastaba -en general- con que pasaran mucho más miedo o hubiera que rescatarlas de algún monstruo.
Sin embargo, ¿cómo estimular la imaginación de un infante lector llevándosela a conocer una India creada en el papel, para encontrarse con un par de tigres y cuatro monos, si ha tenido ocasión de ver hasta animales prehistóricos en luchas terribles y se ha paseado por Neptuno con el ordenador de su casa desde que tenía cinco años?
No hay más remedio que, para estimular algo la imaginación de los niños, se les lleve a conocer el pueblo o el barrio de al lado. Andando, si es posible.
Después, ya con más calma, enseñarles a ver con los ojos de la realidad las preocupaciones, intenciones, logros y necesidades de gentes reales. De esas que, cuando las atropella un coche, les entra una grave enfermedad o no tienen qué comer durante un par de semanas, se mueren. Y, como no tienen vidas de repuesto, desaparecen para siempre. Seres de carne y hueso, como ellos.
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