Sobre curiosos, chapuceros y manitas
Hasta hace poco, se te estropeaba el grifo del lavabo o se te atascaba el desagüe del inodoro y te tenías que aguantar varias semanas hasta que, por fin, cuando casi tenías la casa inundada o la pestilencia se hacía insoportable, aparecía un individuo de mono a las ocho y media de la tarde, con una caja de herramientas, que te decía que había que cambiar la grifería, el water entero o las cañerías completas de la casa, para arreglarte el desperfecto. Te cobraba un par de decenas de euros y el transporte y desparecía otro par de semanas porque era funcionario del servicio de aguas municipal y andaban de culo esa temporada.
La historia puede parecer inventada, pero podría contar como protagonista principal a un empleado de la compañía telefónica, eléctrica, gasística o de cualquiera de las utilities e inutilities. Lo importante es recordar que en aquellos tiempos de bonanza, las cosas estropeadas se arreglaban comprando un equipo nuevo y arrojando el viejo a la basura. Y para solucionar un desperfecto, salvo que Vd. o su pareja fueran adictos al bricolaje, tenía que armarse de paciencia y, al final, urgar hondo en la faltriquera para pagar al entendido.
Las cosas van cambiando, porque la crisis está dejando a mucha gente, desgraciadamente, sin empleo. Empezarán a cogerse otra vez puntos a las medias, ajustarse los dobladillos, ponerse coderas a las chaquetas y mediasuelas a los zapatos. Volverán a ofrecerse los curiosos, esos personajes que son porteros, chapuceros o manitas que saben un poco de todo lo imprescindible, y por la voluntad te dejaban como nuevo el calentador del agua, el televisor desajustado o la batería del coche.
"Déjemelo curioso", decían las señoras al peluquero cuando ponían la cabeza en manos del tipo de la tijera para que les arreglara la pelambrera. Los peluqueros eran entonces bisexuales, es decir, atendían tanto a hombres como a mujeres; a los niños les solía afeitar la cabeza -por el cogote y las pulseras- un hijo mayor o un aprendiz del peine, limitándose el maestro a meter la cizalla por arriba, si le dejaban tiempo los clientes de verdad, o séase, los adultos.
En fin, que volverán los tiempos de curiosos, suponemos. De momento, los que han aparecido son los tiempos de gentes que piden una caridad, de pie o de rodillas en la calle. Los vagones de metro ya tienen cada uno su hombre-orquesta (es un decir). No hay supermercado, cafetería o tienda de postín o de falsete, llámese Mallorca, Vips, El corte inglés, Dia, Caprabo, Eroski, McDonalds, etc., que no tenga su pobre pidiendo la caridad o intentando vendernos ese semanario atemporal que es La farola.
Son un termómetro de cómo van las cosas. Mejor aún que preguntar a los taxistas y a los restauradores o hacer el cálculo de lo que supone a un tendero ofrecer la mercancía con el 70% de rebaja.
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