Sobre escépticos, cálculo de probabilidades, cambio climático y Dios
Hoy, día 24 de diciembre de 2008, el mundo cristiano celebra la conmemoración del nacimiento de Jesús, hace más o menos, 2.010 años.
Por supuesto, ese niño Jesús, del que muchos serios investigadores dudan que haya existido jamás, no nació un 24 de diciembre, porque hace esa tira de años el calendario era distinto. La fecha fue fijada, simbólicamente, incrustándola en el calendario gregoriano, fórmula para medir el tiempo de manera cabal que, a su vez, se basó en los estudios realizados por un tal Sosígenes de Alejandría, y que habían dado lugar al cómputo juliano (de Julio César).
Pero lo verdaderamente atractivo a estas alturas de nuestro caminar filosófico no es dilucidar la fecha exacta en que nació el niño Jesús, -un demiurgo que había de tener una existencia corta pero llena de acontecimientos relevantes para él, para algunos de sus coétaneos y para miles de millones de sus admiradores posteriores -, sino admitir si se trata realmente de la reencarnación de Dios.
Si se pudiera descrifrar inequívocamente esta hipótesis, no importarían tanto el resto de los dogmas que impregnan los recovecos de nuestra civilización occidental y son culpables indirectos de muchos odios incomprensibles a la luz de la razón. Ni siquiera es tan relevante que Dios haya decidido hacerse hombre incrustándose en una estirpe judía de rancia raigambre, utilizando el vehículo corporal de una virgen.
Lo verdaderamente importante es que la mente divina haya entendido que para enseñarnos el camino de la virtud a los seres humanos sería necesario que su descendiente tuviera que ser crucificado por los suyos. Y que los instigadores principales de tal sacrificio fueran, justamente, los representantes oficiales de la religión que seguían hasta entonces quienes defendían que esa reencarnación habría de llegar, considerándolo como un impostor.
A pesar de todos los esfuerzos por perfeccionar, con el paso de los siglos, el esquema de credibilidad de la religión cristiana, acompañándose, en particular, del testimonio de miles de fieles que llevaron su fe hasta el extremo de dejarse inmolar por ella, el número de incrédulos ha sido siempre muy importante, y, en la actualidad, crece.
No parece existir una fórmula perfecta para rebajar ese número de incrédulos. En otros tiempos, se habría intentado disminuirlo de múltiples maneras: por guerras santas, inquisiciones, milagros, adoctrinamientos, amenazas; etc. Hoy no queda más que un método muy especial de convencer de que los seguidores de Cristo están en la religión verdadera: convenciendo a los incrédulos con el ejemplo de una postura ética impecable y con su solidaridad con los pobres, con los desfavorecidos, con los que sufren.
Permítasenos comparar la cuestión de la religión con la cuestión del cambio climático. Hay sacerdotes de ese nuevo culto pagano absolutamente convencidos de que la concentración de CO2 equivalente en la atmósfera, de alcanzar determinados niveles -alarmantemente próximos- provocará efectos desastrosos para la Humanidad. No para el Universo, ni siquiera para Gea, desde luego: las restantes especies, y, en particular, los que hemos despreciado con el nombre genérico de microorganismos, volverán a pasar, en ese caso, por una edad de oro.
Pero, a pesar de todas las simulaciones, de las explicaciones de científicos relevantes, de películas catastrofistas, de congresos mediáticos, hay muchos escépticos. Más incrédulos que creyentes, en realidad.
El argumento principal de los incrédulos es que, siguiendo lo que se ha comprobado con otros modelos -el económico, entre ellos- existe una gran probabilidad, intuitiva, de que los cálculos de los sacerdotes-científicos del cambio climático, no incluyen todas las variables, y habrá alguna, importante, que se les haya pasado desapercibida.
En consecuencia, las cosas no sucederán como habían imaginado o no serán, si acaecen, de las anunciadas proporciones catastróficas. Por no decir que, como la ciencia siempre acude -siempre ha acudido, se dice-, algo se les ocurrirá a los más listos, o algo aparecerá en el camino de la invención humana, tal vez, incluso, abandonado por los dioses para que alguien lo encuentre: "Dios proveerá".
La verdad es que las consecuencias extraídas de la existencia probable de que un cambio climático esté a punto de suceder, son todas buenas. Hay que respetar la naturaleza, contaminar menos, aprovecharse más de las energías limpias, contener el desarrollo indiscriminado y contar mucho más con los países menos desarrollados, avanzando en una economía verdaderamente globalizada.
Si Dios y el cambio climático no existieran, habría que inventarlos. Feliz Navidad y cambio climático, amigos. Los caminos de la fe y la razón vuelven a entrecruzarse.
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