Sobre lo que se nos ha ocurrido para salir de la crisis, y sus plazos
La idea es simple como una patata: en lugar de animar al consumismo a los ciudadanos de los países desarrollados -¿para qué? ¿para prolongar la profundización de la crisis-, préstese el dinero y la ayuda más importantes a los países en vías de desarrollo, para que produzcan más, consuman más y actúen de locomotoras de la reactivación mundial. Todo bajo un marco regulatorio nuevo, de cooperación internacional, que no tiene que ver con Kyoto ni con Podman, sino con la generación de unas reglas de intervención público-privada consensuadas y transparentes.
No es una elucubración. Claro que la crisis es una crisis de confianza, porque el origen está en el descubrimiento casi simultáneo de una colección de falsedades y mentiras, en las que participaron -por acción u omisión- políticos, banqueros, controladores, grandes empresarios, comisiones reguladoras, etc.
La nuestra es una propuesta relacionada con la búsqueda de la mayor eficacia de las medidas, aplicándolas en aquellos puntos del sistema económico en el que pueden tener efectos más fructíferos, porque el sistema está menos dañado o tiene más posibilidades de recuperación o activación con menos recursos.
En realidad, eso era lo que habíamos creído que se estaba haciendo, cuando se nos animaba a invertir en acciones de alto riesgo para aprovechar el tirón de las economías asiáticas o del conjunto de los Brics, que tenían mano de obra tan productivas, sistemas tan eficientes y nos entregaban productos casi listos para el consumo.
Solo que hemos descubierto que nuestra credibilidad era erróneo. Se estaban quedando con nuestros dineros, tanto los de los fondos de pensiones como los de los ahorros que tanto nos costó conseguir, unos desvergonzados tramposos disfrazados de banqueros y gurús que actuaban desde Washington, Londres, París o Madrid y que no tenían más principios que los que les dictaba su ánimo de delincuentes.
Ya nos hemos acomodado a admitir que el núcleo del sistema de desarrollo occidental estuvo basado, al menos en las últimas décadas, en una pura fantasía. Sonaba bien, en principio. Se estimuló el consumo de los ciudadanos de los países ricos, convenciéndonos de que nuestro bienestar estaba en relación directa con la posesión de múltiples adminículos. Podíamos permitírnoslo, el sistema funcionaba de maravilla.
Se difundió el avieso paradigma de que "la calidad de vida" consistía en un hedonismo sin límites ni económicos, ni sociales, ni éticos.
Se enalteció la belleza, la juventud, el despilfarro. Parapetados en la bondad del mercado, en la vigencia permanente de la ley de la oferta y la demanda, se engordó el precio de lo superfluo, apoyando la especulación en otro invento: la publicidad fantasiosa y desleal.
Se mercantilizó, incluso -y muy gravemente- el futuro, creyéndolo garantizado. No hizo falta vender el alma al diablo; se enajenaron los hipotéticos beneficios que nos había de reportar el porvenir, y se consumieron alegremente. Pero el futuro no estaba por la labor. No existía en esa dirección.
Como el bienestar precisaba de múltiples iconos, y no era posible producirlos en occidente a precios asumibles, se compraron en los los países menos desarrollados, y se pasaron por el factor multiplicador de los intermediarios (comerciantes, bancarios, especuladores, avariciosos o ladrones, qué más da, ahora) para conducirlos a los mercados occidentales sobrecargados de precio.
Pocas cosas de las que aquí se consumieron alegremente estaban producidas realmente en estos predios. ¿Para qué había que fijarse en los made in China, India, Taiwan o Brasil?. Eramos ricos. inmensamente ricos, porque habíamos descubierto que la simple apelación al "ya te pagaré con lo que obtenga mañana", servía para que nos dieran dineros. Hipotecamos, pues, lo que no teníamos. Lo que no tendremos.
En los talleres propios se trabajaba febrilmente en combinar los elementos importados que daban lugar a los productos acabados, y se les ponían sellos de hipotéticas garantías de calidad, surgidas de normas cada vez más exigentes, porque podíamos pagarlas. Se integraban en salas de montaje cada vez más automatizadas las piezas unitarias, los circuitos y placas electrónicas, -importadas con bajos o nulos aranceles- convirtiendo esas partículas inocentes en aparatos electrodomésticos, reproductores de dvds, vehículos de altas prestaciones, ... que se convertían en imprescindibles para nuestra felicidad.
No será necesario apurar mucho el diagnóstico, pero se entenderá que esas peligrosas construcciones empresariales sobre los productos de otros -ya lo fueran en talleres de montaje, empresas de servicios ambientales o turísticos, enseñanzas con poca aplicación práctica- permitieron crear un mercado laboral inestable. La perspectiva de trabajo, atrajo como un imán a gentes de países más pobres, dispuestos a ejercer sus carreras universitarias limpiándolos la mierda, si fuera necesario.
Entre tanto, la perspicacia de los avida dollar, la tecnología del desarrollo y la ignorancia gubernamental canalizaron hacia carreteras cada vez más inútiles y potabilizadoras, incineradoras, depuradoras, aerogeneradores, etc. la actividad de constructoras cada vez más potentes. Ellas mismas consumieron los ahorros de los que pudieron tenerlos, con construcciones que se consumieron la costa, viviendas de rápido crecimiento en terrenos recalificados y otras actuaciones depredadoras que contaron con el apoyo de funcionarios y políticos corruptibles.
Con los productos alimentarios pasó algo diferente. Mientras subvencionábamos a las producciones internas, incapaces de ser competitivas en el mercado libre con los que se producían en los países en desarrollo, creamos un entramado de aranceles y prohibiciones, para que las patatas, la leche, los tomates, pudieran ser locales (obviamente, habría que publicitarlos como más sabrosos que los que venían de fuera, más "nuestros"); los intermediarios se encargaban de que en los mercados, las frutas, carnes y hortalizas "exóticas" tuvieran precios acordes con los propios, independientemente del precio que pagaran en origen a los esquilmados agricultores y canpesinos.
Lo dicho: si queremos reactivar la economía en corto plazo, démosle el dinero preferentemente a los países menos desarrollados. Y que los que nos han llevado hasta aquí, que se caigan con todos sus equipos. Son los mercaderes del tempo de sus dioses, y hay que echarlos de la casa del Padre, la nuestra, a latigazos.
Nos han mentido una vez. Si nos vuelven a engañar, la culpa será nuestra.
¿Plazos para salir de la crisis? Dependen de nosotros. Hay que actuar rápido, quitándoles el sitio a los que nos han mentido o consentido las mentiras de otros a sabiendas, y callarles a todos ellos la boca, alzando nuestras voces con verdades, evitando que se reorganicen y nos sigan contando tonterías.
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