Sobre la función del dinero en la sociedad occidental
Olvídense de todo lo que les han enseñado en las escuelas, incluídas las grandes escuelas de negocios. Mentalícense de que no les van a servir para nada los master obtenidos en cualquier prestigiosa Universidad. Ni Harvard, ni Oxford. Ni Massachussets ni Pompeu Fabra.
Porque ha quedado indefectiblemente demostrado que lo único que utilizan para moverse por la vida con solvencia, tanto los gurús como los aventurados de medio pelo, es la técnica del trilero, la desfachatez del ladronzuelo, la ley de la calle. El todo vale, vamos.
No hay duda de que habrá que revestir la intención con cierta sofistificación, pero eso ya no depende de lo que uno sepa sino de lo que los otros no conozcan. Y de cultura general, saben, por lo que se ha visto, poquísimo.
El padre putativo más reciente del capitalismo, Mr. Bush hijo, presidente saliente de los Estados Unidos de América, ha reconocido que abomina, que apostata de la economía de mercado. Quien había defendido esta entelequia bien argumentada -que dió lugar a las mejores páginas de la literatura de ficción, y generó varios premios nóbeles-, ahora admite que no cree en el mercado.
Hay que rasgarse las vestiduras, porque en el reparto de papeles en la gran comedia del mundo, ese hueco no puede quedar jamás vacío. Alguien con suficiente credibilidad tiene que asumir el papel de defensor del principio central del capitalismo: es decir, que el mercado es el rey y de que quien trabaja cumpliendo sus reglas puede llegar a lo más alto.
Las reglas escritas eran unas, pero lo que hacían los buenos jugadores era inventarse otras. Por eso, se entiende que, después del desfalco de Madoff, los adalides más sonoras del capitalismo estén que botan. Han quedado al descubierto las tripas del invento y han resultado dañados inocentes.
Porque una cosa es timar a los ingenuos, a esos estúpidos ahorradores que confían en la solvencia de cualquier reclamo desde el que se les reclamen sus cuatro chavos -puede ser la lotería de Navidad o la Bolsa, o, mejor, sectores como la construcción o las energías verdes, con promesas de buenos rendimientos-, pero lo que no puede admitirse es que alguien desde dentro del sistema, un insider, uno de los nuestros -vamos, de los suyos- time a los colegas.
Comprendemos perfectamente la indignación, por ejemplo, de Alicia Koplowitz, que parece pudo haber perdido unos diez millones de euros que invirtió en construir la pirámide esa que se cayó en América, del tal Madoff. No hay derecho. Sus asesores le aconsejaron que depositara el dinero en una Sicav, que es un invento infalible para evitar pagar esos injustos impuestos que solo deben soportar los asalariados -que disfrutan del mercado laboral, el que funciona-, y resulta que se los han volatilizado.
Todavía puede arreglarse lo que esta señora, gracias a Dios. Siempre en rumor, en septiembre parece que sus asesores dieron orden de vender las participaciones que tenían en la pirámide. Lo mismo pasa con la participación de Colonial en FCC: otra entidad solvente, Goldman y Sachs, vendrá al rescate. Si eso es así, y el mercado vuelve a funcionar algún ratito, todavía hay esperanzas de que esas injustas pérdidas nos las comamos entre todos. Se trata de que recuperemos la ilusión.
Ya se ve que el mercado, aunque derrotado y enmerdado, es todavía infalible con los que creen en su pureza.
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