Sobre la legiferancia y el incumplimiento de las leyes
Cuando se habla de inseguridad jurídica, solemos pensar en aquellos países que no disponen de legislación o reglamentación suficiente para garantizar algunos derechos fundamentales.
Los derechos más vulnerados son: la protección del propietario contra la expropiación sin la adecuada compensación ni causa justa, la necesidad de fundamentar el interés general en las decisiones de la Administración pública y la garantía de un juicio con pautas procesales bien definidas, públicas y una decisión tomada por órganos reglados competentes con posibilidad de segunda instancia.
Pero en la dirección contraria se encuentra la legiferancia, es decir, la obsesión por promulgar leyes tras leyes, sin la paralela preocupación porque se cumplan.
España es un país legiferante, aunque tenga seguridad jurídica en lo procedimental. No es cosa de un gobierno concreto, sino de la incapacidad jurídica de nuestros legisladores para construir un cuerpo coherente de pé a pá, sin remisiones laberínticas, y de la incapacidad presupuestaria para abarcar, en tiempo y forma, todos los hipotéticos incumplimientos.
Existen demasiadas leyes y reglamentos que no se cumplen, tanto por la incapacidad de la Administración para ordenar y vigilar las infracciones que se previeron en ellos, como porque los propios infractores tienen plena confianza en que el brazo de la ley no llegará hasta ellos, protegidos en su impugnidad por la escasez de medios públicos para detectarlos y juzgarlos prontamente.
Vivimos, por ello, en España una situación que apunta a lo peligroso, por la combinación de la legiferancia y de la insuficiente dotación de medios judiciales -personales y materiales- .
Pero convivimos también con otro efecto nocivo de nuestra legiferancia. La aparición de los nuevos sicofantas, herederos de aquellos odiosos individuos de la antigua Grecia (siglo V a.de C.) que denunciaban a sus vecinos ante los jueces sin fundamento, con la sola voluntad de importunarlos, causarles daño o extorsionarlos. Los sicofantas de antes importunaban a los ricos; los de ahora, perturban jurídicamente a los humildes, a los pobres.
Esos sicofantas actuales, -amparados en su poder económico, que les permite contratar bufetes especialistas en encontrar tres pies al gato; confiados no en el resguardo de la ley, sino en la lentitud en la administración de la justicia y en los inmensos gastos que genera; y, no en última medida, ocultos en la hojarasca de una panoplia de leyes y reglamentos, algunos contradiciéndose o exigiendo una labor interpretativa de encaje de bolillos que permite acercar la rama al interés propio, aunque sea espurio-, acuden a los tribunales para demandar a los más débiles, acusándolos, siendo ellos, en realidad, los contraventores.
Incluso ni siquiera necesitan acudir, el perjudicado por ellos, ya desiste, convencido a priori de que los jueces le darán la razón aunque no la tenga, e incluso, aunque perdieran el pleito, los costes procesales serían tan altos que no hay forma de defender su derecho.
Sicofantas hay demasiados. Su actitud genera inútiles gastos privados y públicos, crea desánimo social, porque amedrentan a los que explotan y hieren, y sirve de descrédito a la justicia, porque deambulan impunes pisoteando el derecho ajeno. No tienen escrúpulos en aplicar una regla mafiosa: "Si no tienes ningún derecho, demanda al que lo tenga para obtener provecho, puesto que el exceso de leyes te protege".
La apariencia de buen derecho -el fumus bonae juris- queda así, convertido en una burla.
También lo escribieron los griegos: Las muchas leyes favorecen la impunidad de los que las incumplen. Las leyes tienen que ser -así decían- pocas y claras, para que puedan ser cumplidas.
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