Sobre el ridículo
El ridículo es una sensación, y como tal, no todos la perciben igual. En especial, hay una notable diferencia entre hacer el ridículo, creer que se está haciendo, y tener la impresión de que la situación ridícula la está protagonizando el otro.
Hay una época de nuestra vida en la que nos preocupa especialmente no hacer el ridículo: la niñez y la adolescencia. La distancia entre nosotros y los que nos rodean es máxima, entonces, medida desde la perspectiva del ridículo. Suele ser una situación nacida de la inseguridad. La niña le dice a su mamá: "No me voy a poner ese vestido; estoy ridícula", y todos los demás la ven encantadora. El joven piensa: "No quiero hacer el ridículo; no reclamaré", y el que cometió la equivocación o se aprovechó de la de otro, saldrá incólume.
De mayores, hacemos el ridículo a sabiendas, o, justamente por querer evitarlo, caemos en él. Siempre, claro, visto desde la peprspectiva del otro. Para hacer unas risas, pero sobre todo para disimular un defecto, hay especialistas en hacer ridículos, llamando así la atención sobre un tema menor, ocultando tal vez la posibilidad de que se vean defectos más grandes.
Pero el verdadero ridículo es el de quien, haciendo esfuerzos para aparentar otra cosa, ahonda en su carencia. Ridículos de quien, queriendo ocultar el estragos corporal de su vejez, se emperifolla y pintarrajea; o de quien, siendo ya calvo, se cubre con un pelucón bajo el que asoman los cuatro pelos que dejó la alopecia; ridículos mayores, los de quien, habiendo alardeado de ser especialistas en no se qué ciencias, se ven con el culo al aire ante los que de verdad más saben, Ridículos de categoría especial los de aquellos que, yendo desnudos, se ponen las plumas de otro, apropiándose de los méritos del colega, del subordinado, del amigo o de quien pasaba por ahí.
Vivimos entre ridículos. Unos los hacemos; otros, simplemente, los consentimos. Aunque siempre queda el consuelo de creer que, cuando hacemos la pelota al que tiene el poder, nos preparamos para posteriormente, cuando no está, ridiculizarlo como venganza. ¿Sabrá el petulante que nuestros falsos aplausos son solo la muestra de nuestra percepción de su ridículo?
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