Sobre la corrupción y algunos efectos
Transparencia Internacional ha publicado recientemente su "Informe Mundial sobre la Corrupción, 2008", enfocado hacia el sector del agua. Viene haciéndolo desde hace varios años, y no faltan ejemplos extraídos tanto de países pobres como de los muy desarrollados. La "Operación Malaya" y el escándalo de Ronda ocupan un par de páginas en un Informe de casi 300, dejando suficientemente alto en representatividad el pabellón español.
Podemos rasgarnos las vestiduras, abominar de la corrupción como un mal pernicioso. Perseguir la corrupción en los países pobres, esa lacra que impide incluso que las ayudas humanitarias internacionales lleguen a los afectados por una guerra o un terremoto, es un ejercicio de profilaxis inexcusable.
Pero no hay que exagerar los logros. La corrupción es un fenómeno imposible de radicar, porque está vinculado a la esencia de la naturaleza humana. Al deseo de acumulación, de tener más que los demás, de incrementar la propiedad privada.
Por supuesto, hay medios lícitos de acceder a la propiedad y a la riqueza, pero son muy trabajosos, problemáticos y llenos de riesgo. El medio más seguro de conseguir algo es corromper; la forma más generosa de ver recompensado un esfuerzo es ser corrompido. Así piensan muchos seres humanos desde que el mundo es mundo, a pesar de los reglamentos, las leyes, los principios éticos, la estética. Así será.
¿Por qué tanto fatalismo? Si no bastara la misma relación histórica de los hechos conocidos de corrupción -obviamente, la punta del iceberg-, habrá que recurrir a las raíces mismas de cualquier procedimiento de adjudicación, de selección, de distinción. Los corruptos no siempre cobran en dinero ni los corruptores necesitan exactamente expresar sus deseos espúrios.
No hace falta exteriorizar las intenciones, en una sociedad que sabe valorar y recompensar los favores, sin que sea preciso ni siquiera demandarlos. Basta, frecuentemente, la simple presencia de intereses para que el mecanismo de la corrupción se desancle.
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