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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre uniformes, disfraces y desnudos

Le seguimos dando mucho culto al uniforme que, contrariamente a lo que indica su nombre, se utiliza, sobre todo, para distinguir. Que uniformes ya somos por naturaleza.

Los Colegios o Colleges -léase Cólechs- en donde se educan las élites tienen uniformes diferenciadores, que identifican por eso a sus alumnos como seres especiales. Por supuesto, también se venden insignias y camisetas para que los imitamonos se las pongan, pretendiendo confundir a los incautos o confundiéndose con los genuinos, al menos a primera vista.

¿Qué decir de los ejércitos? Los ejércitos siempre han procurado vestirse de manera distinta a como lo hacían sus enemigos, tanto para evitar matarse entre sí -lo que sería imperdonable, salvo que ésa fuera la instrucción recibida de sus mandos- como para demostrar que, al estar bien pertrechados, aseados y con comportamientos disciplinados, deberían ser más difíciles de vencer. Las turbas, sin embargo, son pan comido: el pueblo llano solo consigue cocinarse revueltas que se ahogan en su sangre y saben muy amargas en el puchero de la Historia.

El uniforme ha servido también para identificar al que más manda, a quien debe servirnos de referencia a los humiles, al jefe de la tribu, chamán o venturoso. Los monarcas, Papas, emperadores, y todos cuantos han sido mandamases (o pretendido serlo), cuentan con diseños especiales de sus atuendos, que les distinguían de sus súbditos, para que pudieran cortarles la cabeza con facilidad o hacer la genuflexión en pleitesía.

Desde los indios navajoas a los dictadores de Mogadiscio, desde los zulúes hasta los coptos, desde los quéchuas a los visigodos, chechenos o seguidores de Obama o de Casillas, todas las tribus humanas han echado y echan mano al uniforme para identificarse, disfrazar alguna cualidad, marcar paquete.

Plumas, sombreros y gorritos, pieles, pinturas y piedras, figuran en el diseño de todas las intenciones de poner en claro la nobleza de los espíritus que los portan, ocultando que, salvo excepciones, no se podría demostrar de otra forma ese prestigio.

El Papa Benedicto XVI, patriarca de una de las instituciones más respetadas en el hemisferio norte, es una persona de gusto y ha recurrido al diseñador Prada para renovar el vestuario de los Pontífices tradicionales, presentándose así como actualizado representante de Dios en la Tierra. No es asunto baladí. Hay cometidos y funciones -como cualquiera debiera entender- arriesgadas, que exigen extremar la elegancia y donosura: no es cosa de vestir cualquier trapito cuando se interpreta al Santo Espíritu.

No dudamos que otros representantes de las distintas facciones de los avatares de la divinidad reflexionen también sobre la conveniencia de modificar los viejos hábitos talares, conectando así mejor con los creyentes. Todo esfuerzo es poco para ahuyentar la tentación de pensar que su presencia no es sino la alimentación de una posible farsa ciclópea, subsistente al paso de los siglos, para ocupar los tiempos libres de los crédulos.

Aunque, pensando en positivo, no hay sino alabar al uniforme. Gracias a él, el rey, el poderoso, el jefe, el dictador, el chamán, el ayatolah, el pontífice, el general, el ...., nunca van desnudos.

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