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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre la calidad de la inmigración como instrumento político

Los inmigrantes, en su mayoría, son gentes que en sus países de origen no tienen las ventajas y posibilidades que les ofrecen sus potenciales países de acogida. No pretendemos abundar en las verdades de Perogrullo, pero el que emigra está dispuesto a sacrificar algunas opciones de su país de origen a cambio de la incertidumbre que siempre produce tratar de incrustarse en una escala social en la que se le valora por debajo de su formación y actitudes.

Ignorar que un alto porcentaje de inmigrantes cambian estatus por dinero, sería cerrar los ojos a la realidad inmigratoria. Los que emigran son mejores que los que quedan: más valientes, más jóvenes, más entregados, mejor preparados.

Los países desarrollados, sobre todo, lo que necesitan, son trabajadores en los sectores y cualificaciones que los naturales del país ya no quieren: servicio doméstico, construcción no cualificada, dependientes de supermercado, camareros de hostelería a jornada partida, etc.

Pretender que los inmigrantes se integren en la realidad social de los países de acogida es un encomiable desideratum, pero resulta, en general, utópico. A medida que la formación del inmigrante aumenta (o se hace valer, porque no hay que olvidar que el efecto llamada y la posibilidad de los altos salarios del desarrollo hacen que muchos de los advenedizos tengan cualificaciones importantes), la resistencia a su integración aumenta.

Una correcta política de emigración exige, por tanto, el acuerdo entre los dos países, donante y receptor, de forma que se facilite el retorno de una parte sustancial de quienes han venido atraídos por la posibilidad de ahorrar unos dineros realizando unos trabajos que, en su país, a lo mejor, se avergonzarían de tener que realizar, pero que en el país receptor están muy bien remunerados relativamente.

Esa política leal exigiría, igualmente, las ayudas a la formación en origen, y la selección de aspirantes para difereciar entre los que vienen con deseos de integrarse y los que vienen con la voluntad de marcharse con sus ahorros. Por eso, la mejor ayuda que pudiera prestarse a los países en desarrollo es conseguir que los más cualificados se queden allá, dotándoles de equipos, prestaciones y estímulos a su cualificación, complementándola con la formación de los inmigrantes para que puedan retornar, con los dineros ahorrados, y con mejores perspectivas de ayudar al crecimiento de sus países de origen.

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