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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre el arte del toreo

En estos tiempos en que se discute sobre los términos concretos de lo que es arte, su valor y su precio, un grupo de puristas de ese espectáculo inclasificable que son las corridas de toros, no tiene dudas. El toreo es arte, y mayor. Y su artífice máximo actual, el diestro José Tomás, es Su Sumo Pontífice.

Un inspirado que en días señalados, como sucedió en su actuación del día 5 de junio de 2008, es capaz de bordear lo sublime. Lo ha conseguido, además, en la plaza mayor de España, en Las Ventas,  en Madrid que, con Sevilla, reúnen lo más granado de los entendidos del toreo. Porque en La Maestranza como en Las Ventas, están los más exigentes del purismo de esa profesión que hizo inmortales a Cúchares y a Joselito y a Miguel Bohórquez y a...

Cuando un matador convoca con su faena la completa expresión de lo artístico, los hados le besan en los labios. Y en premio a tan meritorio trasteo, además de los encendidos aplausos del respetable, del dinero que cobró por exponerse al riesgo de que le empitonen, a José Tomás le obsequiaron que los dos apéndices auditivos de los dos toros que lídió. Orejas que le entregó, con un abrazo, el alguacilillo, que fue quien se encargó de cortárselas a ambos bichos antes de que se los llevaran al desolladero unas recuas primorosamente enjaezadas.

La gloria de José Tomás coincide en el tiempo con la defensa que una selección de ganaderos, veterinarios y toreros hicieron ante el Parlamento Europeo de la pulcritud de las corridas, en el único aspecto en que el amor a los animales las ha hecho controvertidas: que los toros de lidia, en esos quince últimos minutos de ir y venir tras capas y capotes, entre clarines y avisos, entre puyas, pinchazos y estocadas, sufren y mucho.

No dudamos de la estética del toreo y del goce visual -para el humano que lo contempla- de una buena faena, aunque no se acierte a ponerle los nombres adecuados: desde la recepción del morlaco a la porta gayola, pasando por los bellos volapiés, naturales, derechazos, pases de pecho, hasta la estocada asomándose al tendal de las cuernas y metiendo la espada hasta la bola, hay mucho morbo.

Es bella la estampa que componen torero y animal. Embriagador el ambiente. Y da placer ver, por ejemplo, la fuerza con la que el bicho se defiende, apurando su rabia contra la montura bien protegida desde la que un individuo con traje campero le hunde una pica hasta el tope metálico.

Pero no nos engañemos. Tampoco dudamos de que el toreo que culmina con la muerte del toro es un espectáculo arcaico, cruel, en el que los espectadores, en su mayoría, no perciben la estética, sino el gusto ácido del riesgo del torero entremezclado con la rabia impotente del toro encelado.

Que como intuye cualquiera, no deja de ser una reproducción sintética del acto sexual, en la que, si hay mala suerte, las imágenes se tornan esperpentos. 

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