Sobre las cosas de comer y su preparación para la ingesta
Aunque no nos será posible citar estadísticas fiables, tenemos la convicción de que las diferencias sexuales se manifiestan también a la hora de elegir qué comer, cuando lo hacen fuera de casa.
Por lo menos, en estas épocas. Si la elección del condumio se hace con libertad, y se observa el comportamiento de grupos sexuales homogéneos, reconoceremos que los varones se decidirán preferentemente por los guisos de carne y los elaborados más grasientos, y las hembras se manifestarán fieles a los platos de pasta o los vegetales y hortalizas a la plancha.
Si están a régimen -situación que por lo que se dice, es muy común-, los varones prescindirán de los postres (ah, salvo que en el menú se ofrezca tarta de chocolate) y las hembras, del primer plato y rechazarán la invitación a tomar un digestivo de la casa.
Desde luego, ir a un restaurante caro para pedir una tortilla francesa, unas crudités o una ensalada mixta es un despilfarro económico y seguramente, podrá juzgarse como una estupidez. Pero lo normal es no arriesgarse, no mirar la carta, atender a las sugerencias del maître, olvidándose que normalmente tiene un porcentaje sobre la facturación- y, si la ocasión la pintan peluda, pedir un solomillo bien hecho "con algunas patatas fritas", si no es molestia.
Hay lugares comunes, a menudo puras leyendas rurales. Pedir una merluza fresca en un bar de La Mancha parecerá a la mayoría una temeridad, y un intento de suicidio si si se la acaba uno comiendo.
Hay castigos merecidos. No cabe esperar que la tortilla de patata preparada en una estación de servicio o en el bar de la esquina esté jugosa como la que prepara(ba) su mamá (de Vd.), y no debe tener ideas preconcebidas acerca de lo que son, según las poblaciones y los sitios, "albóndigas de carne" o "parrillada de pescado", ponemos por un casual.
Un cocinero de fama, Santi Santamaría, se ha decidido a tirar de la manta respecto al mito de la nueva cocina española, lanzando los cacharros y potas por el suelo y acusando de "vender humo" y "química" a sus colegas.
El autor de "La ética del gusto" despotrica contra las esencias de esa metodología entre alquimia y teatro que tan buenos dineros está dando a ganar a un grupo de restauradores que le han encontrado gusto al nitrógeno líquido y al minimalismo, pasados por la sartén de su creatividad culinaria.
En lenguaje más llano, Santamaría viene a decir que en la cocina todo lo bueno está inventado desde tiempo atrás, y que donde esté un buen plato de fabada o un codillo de cerdo asado en horno de leña con patatinas, que se quiten esas fruslerías que no matan el hambre ni añaden verdadero placer a las papilas gustativas, y que llevan nombres pomposos para justificar lo que nos van a cobrar por ellas.
Para qué más. Un grupo de 800 cocineros, entre importantes y asimilados, de este pais se le han echado al cuello con la intención de morderle en la yugular. Le hubieran dado a comer un plato de amanita phaloides con extracto de aquilega vulgaris.
La cocina tradicional se basaba en ir temprano a la plaza, comprar buenos productos y emplear tiempo dándole calor humano a los pucheros, sazonados apenas con cuatro hierbas. Nuestras madres y abuelas se pasaban tiempo intercambiándose recetas con las que estirar el presupuesto.
La cocina moderna ha derivado a comprarse aparatos que necesitan ser manejados por técnicos en explosivos, mezclar los productos que te traen desde Mercatuciudad en estado de hipercongelación los en dosis que han de ser medidas con balanzas de precisión y servirlos con gran parafernalia porque el momento de comer lo preparado, es lo de menos.
La reacción de los colegas de Santamaría es comprensible, No es cosa de dejar que alguien pretenda matar la gallina de los huevos de oro. Y mucho menos, si su intención es servirla en pepitoria o, todavía para más escarnio, trocearla en pinchitos mojados en salsa de aquí hay tomate y hacerla acompañar con una bota de vino de pitarra.
Cuando éramos niños, se nos decía que con las cosas de comer no se juega. Y un poco mayores, se nos recomendaba -esta vez, ya sin tanta convicción y por otro tipo de gentes- aquello de que donde pongas la olla no metes la polla, a menos que pertenezca a la volatería (y, con más perdón aún, procura que no te la metan).
Del primer dicho, cabe colegir, como recuerda Santi Santamaría, que los creativos del fogón, cuando le dan al magín para descomponer los alimentos y juguetear con ellos, no están dándonos de comer, sino haciendo del momento de la comida un espectáculo, por lo que los restaurantes deberían cotizar como teatro.
Del segundo dicho, sin embargo, se puede deducir que Santamaría es el que yerra, porque habría metido la pata pretendiendo desenmascarar la verdad que se esconde tras los fogones, que es de lo que él mismo vive. Es lo mismo que si nos explicaran cómo hace un mago sus trucos. En cocina, como en el sexo y en la magia, hay que mantener algo del misterio.
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