Sobre la Procesión del Cristo de Medinaceli el Viernes de Pasión en Madrid
Observar el lento avance de la procesión del Cristo de Medinaceli en Madrid, al final de una tarde bastante fría de inicio de primavera, por la calle Alcalá, es un espectáculo único. Es Viernes de Pasión y la "Archicofradía Primaria nacional de la Real e Ilustre Esclavitud de Nuestro Padre Jesús Nazareno" ha sacado, como cada año, a esta imagen del Ecce Homo a pasear por Madrid.
Se trata de emociones que hay que vivir en primera persona, porque ninguna descripción permitirá captar los sentimientos -homogéneos o encontrados, poco importa- que la situación provocará en el espectador. Habrá quien la viva como una demostración de ingenuidad y arcaísmo, pero hará falta mucho escepticismo personal para no captar la honda emoción de una multitud entregada a la contemplación de una muestra de devoción colectiva.
Los preparativos para el momento se llenarán progresivamente de la presión de una multitud que se irá agolpando, en filas cada vez más apretadas, a lo largo del recorrido. Poco se hablará, entre los desconocidos que se alinean a la espera del paso, entre tanto. De vez en cuando, alguien atravesará la calle cortada al tráfico, buscando mejor acomodo en las hileras de enfrente, que le habrán parecido menos prietas.
La tarde cae lentamente. Los más ancianos recuerdan para quien quiera oirlos, otras épocas, acaso hablen de un milagro de la imagen que fue otorgado a un conocido. Los más eruditos recordarán la ajetreada imagen de la talla, custodiada hoy por los frailes capuchinos. Unos jóvenes cámaras de TV preparan sus tomas, desde un caballete construído para la ocasión, entre chascarrilos y risas. Junto al andamiaje circunstancial, hay varias cajas de botellas de agua.
De pronto, un sonido de tambores, trombones y timbales rompe el silencio. Se atisba, a lo lejos, perfilándose con parsimonia, un grupo que lleva el guión de la Cofradía y algunos estandartes votivos, precedido de varios jinetes en caballos hermosamente enjaezados, montados gallardamente por miembros de Guardia Real. Cuando pasan ante nosotros, percibimos que del pequeño grupo de caballeros, la mayoría son jóvenes mujeres. Viene detrás una banda de música, con tamborileros convertidos en protagonistas, redoblando feroces, acompasados, tenues, tibios o galanes, según les corresponda..
Pero lo que colapsa nuestra atención es que, de seguido, comienza un desfile que se nos antoja interminable, de cientos, miles de penitentes, abigarrados, silentes, portando escapularios y miradas perdidas. Los primeros, avanzando descalzos por la calle alquitranada, fría, nos descubren a gentes normales que están haciendo demostración de fe, de creencia en intercesiones divinas y milagros. Algunos, suponemos, han recibido ya el premio a sus oraciones: la curación de un ser querido, una oposición, un mal aventado, un premio socorrido; otros, esperan recibirlo. Quién sabe si algunos no estarán allí, en el grupo, por curiosidad, ostentación o incluso burla. Lo que despide el grupo, acogido en silencio mientras pasa, es respeto. Un denso respeto hacia los dolientes.
La procesión no ha hecho sino empezar. A aquellos descalzos, siguen, en una manifestación de sacrificios in crescendo, gentes con cruces, otros, con sus pies descalzos, alguno ya sangrante, arrastrando cadenas -que parecen algunas muy pesadas-, capuchas que, en algunos casos, fijándose en los cuerpos rotos, en los pies hinchados, permiten deducir que ocultan el rostro de ancianos y ancianas; hay también mujeres jóvenes, hombres fuertes, acaso algunos niños: de todo hay en esa viña. Algún penitente se apoya en otros, exhausto, bajo algún capirote se adivinan unas gafas de alta graduación...
Una asistente sanitario se acerca para reclamar un par de botellines de agua. Después pasan señoras de luto riguroso, llevando comó únicas joyas permitidas por las reglas ceremoniales, algunos collares de perlas, ataviadas con altas peinetas que sostienen esas mantillas españolas que parecerían perdidas en el tiempo para siempre.
Y, finalmente, el gran protagonista, el Cristo de Medinaceli, surgiendo entre aplausos, abriéndose paso entre la fe y la razón de una multitud que, al rato, se ha disuelto buscando los autobuses y las bocas de metro mientras quienes siguen protagonizando el espectáculo avanzan para completar el itinerario, sumergidos suponemos en su dolor, en su esperanza, en su devoción, en sus misterios.
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