La Carta Magna y las cartas de la baraja
El transcurso de los años ha contribuído a crear la desagradable sensación de que la Constitución Española vigente, -nacida en 1978 como producto de una inseminación artificial, atribuída al consenso de unos pocos ciudadanos redactores que se convertirían inmediatamente en ilustres, y al apoyo mayoritario de un pueblo bastante asustado por los ruidos de sables que acompañaban a las intenciones embalsamadoras del régimen franquista-, se nos ha marchitado.
Precisamente la conmemoración del 6 de diciembre, fecha en que se aprobó la Carta Magna, sirve desde hace varios años para poner de manifiesto, tanto la satisfacción por aquel acuerdo venerado aunque tenido por añejo, como la urgente necesidad que sienten otros para poner en revisión varios artículos, acusando a la letra impresa de haberse convertido en material de desacuerdo rentre los españoles.
No faltan en la viña del Señor quienes aprovechan huecos para gritar que lo que hay que cambiar es el todo, como si, en un juego de cartas, estando repartidas para jugar con ellas a la brisca, uno de los que están sentados en la mesa dijera que se pasara al tute, porque le vienen mejor dadas.
Los puntos de tensión surgen y surgirán, de forma natural, siempre. Forman parte de la evolución constante de la Humanidad hacia el caos, implacable destino que solo resulta contrariado por éxitos, muy cortos en el tiempo, de un cierto orden. En pueblos como el nuestro, acostumbrados a crear crisis como el entorno en donde se desenvuelven más cómodos muchos de los de arriba como no pocos de los de abajo, las Cartas Magnas se han hecho, sabemos, para durar poco, y cambiarlas por completo cuando cambian los vientos.
La Constitución de 1978 es una más, por mucho que la alaben. Se ha cerrado con hilvanados de circunstancias, que cosieron, de tapadillo, los elementos de discrepancia ideológica, y, con el uso y desgaste, fluyen por los rotos los intereses particulares, gotas de descontento que, a fuerza de gotear, como nadie las sofoca, pues carece de autoridad para hacerlo, acaban formando corrientes de consideración.
Ni España es unánimente monárquica (ni tampoco republicana), ni hay consenso en que un Estado federal sea mejor que lo que tenemos (llámese como se llame), ni hemos llegado a saber muy bien qué es, y sobre todo, cómo se paga, el Estado social del que estamos orgullosos, ni vamos todos acordes en cuanto a las ventajas (y desvebtajas) de haber cedido el poder de decisión del gasto en temas como educación, sanidad e incluso la impartición (lentisima) de la justicia.
No se trata, creo, de repartir otra vez las cartas de la baraja constitucional, olviendo a picar aquí o allí de otras constituciones de países que, alguien debería analizarlo seriamente, aparecen como más avanzados que nosotros, incluso aunque lleven más tiempo con su Carta Magna del que aquí llevamos con esta última que se está urgiendo a cambiar
Se trata, en fin, y no aspiro a alcanzar la mayoría de adhesiones con lo que me parece una perogrullada, de que los españoles dejemos de lado nuestros impulsos de cambiarlo todo, para sacar el máximo provecho a lo que tenemos, dándole, de vez en cuando, si hace falta, aquí y allí, una mano de pintura. Jugar a lo que toca, sin trampas, y sin tener los ojos puestos en las mesas de al lado, en donde están, por lo que cuentan, con el vicio del julepe.
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