Sobre el significado de felicitar la Navidad
Entre las costumbres y usos de buena educación que se han perdido -aunque de ésta, en concreto, quedan aún algunos restos dispersos- se debe señalar la de felicitar con una tarjeta física, bien las Navidades y el Año próximo, bien ambos eventos, bien todo el año venidero.
Desde el advenimiento de la telemática y las redes sociales encajadas en ellas, se ha ido sustituyendo lo real por lo virtual. Con un doble efecto positivo, desde luego: ahorro de materiales y, por tanto, de CO2 equivalente y con aumento de la creatividad global, aunque sea limitada al trabajo elemental de sustituir la cabeza de Papá Noel en un dibujo pixelado por nuestra fotografía escaneada.
Lo hace todo el mundo. Porque hoy, quien más quien menos, no hay humano que no disponga de una dirección propia de correo electrónico (aunque viva con su padre o habite piso realquilado), y sea usuario de alguna porción de la inmensa variedad de herramientas que internet y la informática aplicada ponen a disposición del más lerdo en nuevas tecnologías.
Pocos se sustraen, por ello, a la atracción gratuita de la posible difusión global que supone generar en un par de minutos un tarjetón digital personalizado y lanzarlo, con un clic digital (este, físico), a centenares o miles de personas.
El uso masivo de las fuerzas telemáticas tiene por consecuencia que, en estas fechas, -se quiera o no, se ponga uno como se ponga-, se recibirán muchos -muchísimos más- deseos de felicidad de los que sería el caso si el envío se hubiera efectuado utilizando los servicios de Correos; el impulso de comunicar a algunos de los que nos rodean que los queremos hasta el punto de implorar a las fuerzas cósmicas que les traten bien durante el próximo año, nada costará al remitente... y puede servir para algo.
Toda nuestra cartera de contactos y relaciones se verá, por ello, potencialmente afectada por ser subsumida en una marea irrefrenable que, impulsada desde varios ordenadores, se empeñará en expresarnos que seamos felices, que no se nos desea ningún mal, que se quiere que lo pasemos bien con los nuestros, que no se oponen a, sino que promueven, que tengamos un happy year, ... aunque, a pesar de las promesas, ninguno dejará testimonio fehaciente -¿un jamoncito, un turrón de guirlache, una cartera de piel de vacuno...un traje a medida... un empleo?- de que se comprometen a mover algún otro dedo (además del ya han movido) para que lo seamos por su culpa.
Y, obligados a la reciprocidad, inermes ante el avasallaje, los convertiremos a todos ellos en objetivo de vuelta, indiscriminadamente, al buen tuntún, tanto a amigos de verdad como a perfectos desconocidos, lanzando cientos, miles, de comunicaciones de felicidad, a tropeles de gentes y entidades que, sencillamente, jamás hubiéramos pensado tener ni en nuestro corazón ni en nuestras listas, ni, seguramente, sabemos bien quiénes son, ni porqué o cuando hemos hecho algo para que no nos odien o nos ignoren, arriesgándonos a desearles lo mismo, a los mismos, incluso con las mismas tarjetas pixeladas, varias veces.
Así están las cosas. En estos días, la escena se repetirá, una y otra vez. Abriremos el correo electrónico y nos encontraremos con decenas de mensajes nuevos en los que se nos darán consejos sobre cómo ser felices, frases pretendidamente ingeniosas que expresarán, incluso en varios idiomas -¿chino, coreano, suahili, árabe clásico, latín?-, que tenemos la obligación de ser felices con los que queremos, apoyando esa obviedad incluso entre admiraciones.
Si nos preocupara saber, quizá para corresponder a la batería de homónimas voluntades con deseos más concretos, quiénes y porqué están detrás del esfuerzo de pulsar la tecla para enviar esas banales intenciones, utilizando nuestra dirección electrónica embutida entre otros cientos, tendríamos que arriesgarnos a especular sobre sus intenciones subyacentes.
No es tan difícil, ya embarcados en la aventura, hacer abstracción de la forma e imaginarse, tirando al fondo, porqué se nos quiere tanto de repente.
Allí, entre los deseos subliminales puestos a la luz, encontraremos a una mayoría formada por representantes de compañías con las que hace años hemos tenido alguna relación, empresas que venden adminículos variados -viajes a Burkina-Fasso, útiles de restauración, apósitos clínicos, ...- que jamás hemos pedido ni pediremos, pero que alguien más bien perverso ha convencido a un ingenuo a punto de suspensión de pagos de que podemos ser potenciales consumidores de sus productos.
También estarán, surgidos del túnel del tiempo, con polvo tal vez de decenas de años, la práctica totalidad de los viejos amigos (que creíamos muertos), colegas (con los que no nos hablábamos), conocidos (de los que no recordábamos el nombre), participantes en torneos y ménsulas de opinión (cuando niños y/o cuando ilusionados), algunos más pasados de fecha de caducidad que la lata de anchoas que se quedó olvidada en un cajón de la despensa. ¿Qué quieren? Que no los olvidemos, que los coloquemos otra vez en la mesita de los cariñitos, porque... nunca se sabe.
Todo ese movimiento con frecuencia anual e intensidad creciente, nos obligará a adentrarnos en el juego y, para no arriesgarnos a que, por haber omitido una felicitación bien intencionada, se nos señale en el mundo real como un zafio, tendremos que entrecruzar, con el mejor esmero, las máximas intenciones de felicidad en estos días.
Lamentablemente, esta frenética actividad de confirmación urbi et orbe de que no estamos dispuestos a acuchillarnos unos a otros sino que nos deseamos que el próximo año sea más feliz que el que termina y que se pase el momento muy requetebién con nuestra familia ("los tuyos"), no ha tenido, que se conozca, hasta ahora, efecto alguno sobre la realidad de las cosas. Seguimos siendo, igual de feos, pobres, solitarios o guapos, ricos, animosos.
Así será, al menos, hasta la próxima oleada de fiebre contagiosa en la que las oscuras aves migratorias de las navidades volverán, en nuestro mundo regido a impulsos de la Cocacola y del cristianismo nominal, a nuestros escritorios, para dejarnos cientos de granos cargados de deseos virtuales, sin conseguir persuadirnos, desde luego, de que deberíamos ser obsequiados de rositas con una felicidad que la hosca realidad nos recuerda, tercamente, que será inalcanzable si no nos empeñamos de hoz y coz en trabajar duro por ella.
(P.S. "¿Por qué no me habrá felicitado estas Navidades Fulanito? ¿Estará enfadado? ¿Debo felicitarle yo primero? ¿Lo interpretará como que deseo pedirle algún favor? ¿Tendré bien su dirección? ¿Creerá que le quiero hacer la pelotilla? ¡Ay, ojalá me felicite antes de que pase el mes de enero...aunque...no sé...!"
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Eugenio -