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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre lo que cobran ciertos ejecutivos y porqué

Los arrebatos de sesgada transparencia que, de cuando en vez, soplan en nuestra sociedad, se han cebado recientemente en los honorarios de algunos ejecutivos españoles y las indemnizaciones que perciben cuando las instituciones a las que han entregado lo mejor de sus talentos, deciden prescindir de sus servicios.

Claro que es un escándalo que, cuando millones de conciudadanos se encuentran en desempleo y otras decenas de millones más sufren la angustia de un panorama económico lleno de inestabilidad, ciertos personajes de la empresa -parece que, fundamentalmente, dedicados al sector financiero, pero no solo- tengan resuelto su porvenir económico con contratos anuales fuera de ética (aunque dentro, claro, del mercado), incluyendo a veces percepción de salarios de por vida (a cambio, en este caso, sin error posible, de no hacer nada) y engalanados con estrambóticas cláusulas de rescisión que les garantizarán un retiro sin preocupaciones por dinero.

La casuística de cómo se han aprobado unas remuneraciones y compensaciones que ni siquiera tienen cabida en el campo de la imaginación de la inmensa mayoría de los españoles -para los que un salario de 20.000 euros al año es ya un motivo de satisfacción-, es muy amplia.

Algunos miembros de la alta dirección han aprovechado las vacaciones de agosto del resto de los consejeros de sus entidades y la sospecha (pronto acreditada) de que iba a ser sustituidos, para aprobar cláusulas de apalancamiento en sus contratos. Una actuación analizable en el campo de la ética básica y seguramente, además de la sanción moral, merecedora de reproches jurídicos.

Pero la mayoría de esos beneficiarios de honorarios y cláusulas desorbitadas disponen de contratos aprobados con toda la sacramentalidad exigible, han sido incorporados a sus papeles que los definen como personal de alta dirección con todas las de la ley, y fueron consensuados con los miembros de los consejos de administración de sus entidades, amén de registrados con la exigible transparencia normativa en los libros de contabilidad, auditados conforme a las habituales prácticas y refrendados en los exactos asientos precisados del Plan General Contable.

Hay que admitir, entonces, que lo merecen, que personas que entienden de esa cosa llamada mercado saben muy bien porqué hay que remunerar con honorarios de varios millones de euros al año a ciertas personas y, cuando por la razón que sea, y hay que suponer que muy a su pesar (de ellos y de otros), se deba prescindir de sus servicios, haya que premiarlos con una bolsa de despedida que sea sustancial, que supere lo simbólico, para que el dolor de la marcha les sea soportable y las dificultades de encontrar un nuevo empleo de ese nivel puedan ser asumidas sin peligro de su desmoronamiento sicológico, que tal vez pueda provocar el que se dediquen a contar secretos, fórmulas, conductas, que la plebe no debe saber, porque no sabría cómo interpretarlos.

Por supuesto que es pésimo que haya trascendido que tales prácticas existan.  Es desestabilizador. ¿Por qué merecen tales emolumentos? ¿Qué hacen, qué conocen, a quién sirven? ¿Dónde han aprendido esas artes, la confección de pócimas y jarabes tan excelsos, los secretos de una ciencia -exotérica o documentada- que les eleva sobre los demás mortales?

Puede que no lo sepamos nunca, pero, al menos, la información recibida ha conseguido colocarnos la mosca detrás de la oreja. Y zumba, vaya si zumba.

 

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