Tras las privatizaciones, ¿qué?
El asunto de las privatizaciones no es para despacharlo con un par de líneas, desde luego. Un análisis simplista -y más bien trasnochado- podría enfatizar que las Administraciones pasan a manos privadas los proyectos públicos más eficientes, obteniendo por ellos bastante menos dinero que el que después conseguirá el gestor privado.
Para justificar ese milagro económico, se ha defendido con ahinco que las empresas privadas son más eficaces en la gestión que los estamentos públicos, porque disponen de mejores recursos técnicos y tienen medios más persuasivos para obtener el máximo rendimiento de su personal, encontrándose, para mejor abundamiento, libres para otorgar más responsabilidad al más capaz.
Los gobiernos de un signo político como de otro le han encontrado gusto a eso de las privatizaciones. Se reconozca o no, la razón principal reside en la mayor facilidad para obtener financiación por parte de las empresas privadas y, ya a un nivel más rastrero, en la capacidad de estas últimas para convencer al responsable político de las ventajas (personales y generales) que esa decisión puede aportarle.
Se ha privatizado, siguiendo a veces caminos complejos, la gestión de servicios esenciales (agua y residuos, en menor medida, sanidad, cementerios, cárceles, etc.) a cambio de entregas de capital (cánones, precio de acciones, compra de activos, etc.) que han venido a solucionar problemas de corto plazo de las Administraciones, que se han apresurado a hacer con esos dineros extraordinarios incluso fuentes, parques, asfaltados, aceras y algunos chalets en zonas privilegiadas, además de tapar agujeros presupuestarios.
Junto a estas privatizaciones -por las que, en general, los otorgantes defienden haber cedido la gestión, aunque no el control de esas materias, que dicen mantener en manos públicas- hay otras por las que se venden empresas públicas que han crecido al abrigo de monopolios o explotaciones de materias primas, recursos o tecnologías que en su momento se juzgaron importantes para el país.
Para dar apariencia de que se han salvado los muebles principales, se acostumbra reservar un porcentaje simbólico en esas empresas para los representantes de la Administración pública -un puesto en el Consejo, derecho de veto ante ciertas decisiones,..."acciones de oro", por su teórica ventaja diferencial-. Sería imprescindible analizar, caso por caso, las consecuencias de ese precario control y de qué manera es ejercido.
En la intención de poner un mínimo orden en el esquema mental que juzga las privatizaciones, se nos ocurre clasificarlas de esta forma:
-privatizaciones de servicios públicos esenciales. Dependen de la tarifa o precio que se fije, y que pagará el usuario. Ninguna empresa particular asumirá trabajar con déficits, a diferencia de los gestores públicos, que, llevados por la presión ciudadana, son generalmente conducidos a dar un servicio que no se corresponde con lo que paga el que lo disfruta. En consecuencia, los precios de los servicios subirán, a partir de la privatización de la gestión, cubriendo, no solo los costes y garantizando, por supuesto, el beneficio de la empresa concesionaria (o la fórmula de enajenación que se haya utilizada), sino haciéndose progresivamente opacos para la Administración pública, que difícilmente podrá librarse de un alto grado de dependencia de la primera.
-privatizaciones de empresas consideradas básicas (generalmente, por el empleo local que producen) y que, por circunstancias no siempre analizadas con objetividad, no son rentables. Tenemos en Europa (es decir, especialmente en España y países con tradición minera o metalúrgica), muchos ejemplos de privatización de empresas que, después de haber sido consideradas modelicas de la gestión pública, han sido cedidas o malvendidas a la gestión privada "para garantizar su viabilidad". No es raro que, al cabo de unos años, esas empresas privatizadas vuelvan, aún más lastradas de problemas, al redil de lo público, o desaparezcan definitivamente, a pesar de los intentos de reflotación con subvenciones, programas de prejubilacion, ayudas a la reconversión y otras fórmulas del imaginario de la colaboración público-privada.
-privatizaciones de empresas rentables, nacidas de oportunidades tecnológicas, restos de la autarquía (fundamentalmente, en el sector de Defensa), centros de investigación públicos, y -no estamos seguros de ser exhaustivos- monopolios estatales. La venta de estos verdaderos ejemplos de éxito de la gestión pública suele hacerse en subastas a las que se presentan pocos licitantes y su precio pocas veces responde a la hipotética transparencia del mercado. Nunca están claras cuáles son las razones por las que la estrategia pública respecto a esas empresas y sectores se ha cambiado, ya que su venta se acostumbra a ligar a compromisos de compra por parte de los departamentos administrativos que garanticen la viabilidad de lo que antes fueron joyas de la corona.
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