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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre espectáculos, espectadores y reconocimientos

En la información se cuelan muchos números, aunque en su mayor parte son irrelevantes o de escaso valor para quien la recibe.

La boda de un príncipe con una plebeya puede ser vista en directo por medio millón de personas y -aunque habría que contrastar de dónde ha sacado el increíble dato un periódico bastante serio (EP 30.04.2011)- dos mil millones de seres si se cuentan los seguidores de todas las televisiones mundiales.

El espectáculo debió merecer la pena para todos los que decidieron que ese viernes de primavera no tenían nada mejor que hacer, pues se han estrujado hasta lo inverosímil los vuelos del traje de la novia (hoy duquesa de Cambridge, ayer Kate Middleton), los ademanes de los invitados, los besos protocolarios de reinas, nietos y consortes y otras innumerables minucias convertidas en gestos memorables en virtud de su proveniencia.

Un partido de fútbol entre dos equipos de ciudades en las que una parte nada despreciable de sus habitantes creen tener dos formas diferentes de concebir la vida, puede ser visto por diez o quince millones de personas, que dedicarán sus comentarios más atinados a dilucidar el mérito de gentes muy bien remuneradas y con orígenes en lejanos países para meter un balón entre unos palos o reflejar en un prado artificial tácticas y estrategias que, tal vez, podrían ser trasvasadas a la política, a la vida familiar y, por supuesto, a la empresa.

En Madrid, en donde la cultura es uno de los valores de los que se presume, y con cierta razón -pero también podríamos citar el ejemplo de Barcelona, Zamora, Jerez, Avilés o Zarazalejo de la Retama para ilustrar la idea- será difícil que una conferencia en alguno de los doctos lugares que se dedican a resolver el misterio del saber reúna a más de veinte personas.

Lo mismo da que hable el Presidente de la Academia de Jurisprudencia que lo haga el director de la Central Térmica de Soto y que lo hagan, por supuesto, de lo que saben y el acto sea gratuito y hasta con coktel al final. En cambio, serán miles las personas las que hagan cola -y paguen su entrada, si hay aforo- para oir a un cantante-espectáculo farfullando en lenguas desconocidas o las que se alineen para ver pasar el autobús con el ídolo de sus sueños de grandeza.

Estasy otras cuestiones obligan a reflexionar sobre los diferentes espectadores: los que asisten a un espectáculo, los que lo dan y los que se lo creen. Nada que ver con el reconocimiento que debería darse a la labor del que está, circunstancialmente, en el escenario de los méritos.

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