Sobre los beneficios empresariales
Pocas dudas admite, incluso para los estatalistas acérrimos, que el mejor acicate que se conoce para estimular al ser humano, salvo exóticas excepciones, para entregar lo mejor de sí mismo a una actividad, es la promesa de obtener un beneficio personal.
La cuestión se complica, y mucho, cuando se traslada a las corporaciones y, en especial, a las grandes empresas -multinacionales o no- que controlan con su actividad sectores vitales del tejido industrial o comercial de un país.
Los beneficios empresariales -no se nos fuerce a ser ingenuos, sino a mantener la sensatez en todo juicio- no responden, en estos casos, únicamente a la buena o mala gestión de sus equipos directivos, sino a la forma en que se encuentran enquistadas en la cadena productiva y al método en que han conseguido separar la importante cuestión de la diferencia entre el valor y el precio.
El precio justo solo viene determinado por el mercado, reiteradamente ensalzado como solución óptima de asignación de recursos, cuando la competencia es perfecta.
El valor de un servicio o producto depende de criterios subjetivos, manipulables por los agentes de una colectividad. Conocemos algunos métodos: la publicidad, el engaño respecto a las prestaciones y costes del bien producido, la capacidad de sobornar a las instituciones de control y, también, de la moda y de las corrientes de opinión que afectan a la sensibilidad y a la apreciación de necesario o superfluo que se incorpore, como intangible, al producto.
El control de los beneficios empresariales, para garantizar su reinversión a la colectividad en la que se han generado las plusvalías generadas, es imprescindible. Dejar la decisión de la reasignación de los beneficios en las exclusivas manos de los accionistas principales o de los gestores de las empresas, es minimizar la importancia de la gestión pública.
Se puede apelar a la responsabilidad social corporativa de las empresas como un medio de transparencia respecto a cómo se ejecutan, bajo qué pautas, las decisiones de reinversión, incluída la preservación del ambiente o la creación y mantenimiento de los puestos de trabajo locales.
Pero si hemos aprendido a no confiar en la bondad del ser humano como principio natural de actuación, no se nos debería pedir que tuviéramos confianza en el comportamiento honesto con la colectividad de una entidad carente de responsabilidad ética y, por los muchos ejemplos, especialista en escurrir el bulto de la responsabilidad jurídica.
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