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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre el afán de prohibir

El afán de prohibir sigue extendiéndose por el mundo, emulando a los jinetes de la Apocalipsis. Existen recopilaciones de carteles prohibidores, (de gran diversidad imaginativa, rayana en algunos casos con la estulticia), cuyo análisis asombra a quien se confronta con ellos y hace pensar sobre el objetivo verdadero del autor del imperativo.

Sería conveniente analizar si nos sería conveniente aplicar un período de vacación al deseo de prohibir. "Hasta nuevo aviso, se prohibe prohibir", sería el escueto enunciado que podría hacerse público en el frontispicio de la ciudad global.

Porque, desde luego, hay múltiples motivos para protestar por lo que molesta y razones de más para que se cumpla con las prohibiciones de aquello que resulta injustificable desde lo que se podría considerar la ética más elemental.

Es inadmisible, aunque no haya necesidad de divulgar la prohibición, cualquier discriminación relacionada con el sexo o los hábitos sexuales de la persona adulta. Y, sin embargo, existen demasiadas sociedades en las que se margina a las mujeres, se persigue a los homosexuales.

Es intolerable, por más que se soporta con condescendencia en los más variados foros, la explotación de los seres humanos, la ocultación de información respecto a la peligrosidad de algunas formas de producción y las conclusiones de ciertas investigaciones sobre productos perjudiciales.

No se debería consentir la utilización abusiva de la posición para dañar a otros, incumpliendo normativas respecto al uso de explosivos, sustancias contaminantes, emisiones molestas, ni, tampoco, la dejación en la persecución y castigo de quienes, con prepotencia y desfachatez, sabiéndose a cubierto, realizan la destrucción de patrimonios ambientales o culturales.

En todos los lugares, incluso en las sociedades más desarrolladas (y especialmente, en éstas, por la manía reguladora como hipotética demostración de actividad) se prohibe por prohibir, concentrándose en algunos asuntos de menor relevancia, ocultando así la incompetencia para prohibir y ser coherente con lo legislado, en otros sectores de mucha mayor importancia.

Se ha prohibido en España, recientemente, fumar en lugares públicos; se ha eliminado la difusión en los canales televisivos estatales del espectáculo de la fiesta nacional de los toros; se ha llenado la geografía de normas sobre ruidos, sobre topes de velocidad a los vehículos automóviles, sobre decencia en el vestir, sobre materiales que no pueden transportarse en viajes aéreos o terrestres, sobre conservación de algunas especies amenazadas, sobre la contaminación de aguas y terrenos, sobre las sustancias prohibidas a deportistas, sobre el uso de información privilegiada, sobre la comunicación de operaciones relevantes a los organismos reguladores, etc. etc.

Desde luego, habría muchas razones para prohibir multitud de comportamientos que hieren la sensibilidad, el sentido común, la solidaridad y el respeto imprescindibles hacia el otro.

Pero, ¿no sería más útil esforzarse en educar en la importancia de respetar sin dañar, para no tener que prohibir?

Ya sabemos que este deseo no es más que una quimera, una ilusión de cumplimiento imposible, porque no parece encontrarse entre las prioridades de nuestra sociedad.

Y es una lástima, porque nos ahorraríamos mucho dinero, crispación y malestar, si fuéramos capaces, colectivamente, de entender que la prohibición es una manifestación del fracaso de la ética y que, cada vez que se promulga una ley prohibitiva, cada instante en que alguien colocar un cartel prohibiendo algo, más que ejerciendo una autoridad, real o hipotética, está proclamando la incapacidad colectiva para ser más felices.

Ya que la libertad para que cada uno pueda hacer lo que le apetezca, sin necesidad de que nadie le recuerde, ni con la norma ni con la amenaza de ninguna sanción, que está prohibido hacer daño (al otro, a la naturaleza, a la economía, a la sociedad, ...), es el indicativo de la madurez de una sociedad para vivir en paz, en armonía consigo misma y con las demás.

Siendo ese desiderátum no factible, quedaría por enunciar: Prohibid, prohibid, malditos.

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