Sobre los índices de enajenación mental de un pais
No nos consta que alguien se haya preocupado por poner en circulación un índice (o varios) que sirvieran para medir y, por tanto, establecer impertinentes comparaciones, el grado de enajenación mental que soporta un país en un momento dado.
Tenemos la sospecha de que, si tal medida existiera, España se encontraría actualmente en uno de los lugares altos del palmarés colectivo, por la acumulación de sucesos casi simultáneos que no tienen aparente justificación.
Para precisar mejor de qué hablamos, actuemos primero definiendo por exclusión: no nos estamos refiriendo a lo que se entiende -también sin patrón de medida que conozcamos- por "índice de crispación", cuyos síntomas serían todo un conjunto variopinto de manifestaciones, en el área social como en la individual:
-los disturbios callejeros, las huelgas, las pellas(estudiantiles o no), las quejas en los media, las demandas jurídicas y antijurídicas, los exabruptos -incluso los acompañados de un llegar a las manos momentáneo-, pronunciados tanto en charlas de café como en ateneos, círculos, clubes o seminarios,...
-y, sin ánimo de ser exhaustivos, los comentarios de portería y taxi, los bajos rendimientos evidenciados en oficinas y despachos...
-o sea, y en fin, cualesquiera exhibiciones, siempre que sean racionales y, por tanto razonables, por las que un colectivo -grande o pequeño- trata de poner en claro su malestar a quien corresponda, aunque a menudo quienes sufren los efectos no tengan un pepino que ver con las causas del desánimo.
Hablamos aquí de las conductas irracionales, de los comportamientos sin justificación asumible, desproporcionados e injustificables desde la perspectiva de los sanos juicios. Todas estas acciones que se advierten faltas de aplicación de los sentidos comunes, deberían ser registradas cuidadosamente, porque pueden presagiar la contaminación grave de la irracionalidad, un efecto dominó de muy graves consecuencias.
Tenemos en España ejemplos como el que ha puesto en el candelero de las miradas de terror, el de la, por otra parte, hermosa ciudad de Olot, en el que un individuo mata a cuatro personas, dos de ellas (al parecer) porque no le pagaban lo que le debían y otras dos, empleados bancarios, porque (al parecer) se negaron a abonarle un talón sin fondos con el que los dos anteriores habían pretendido librarse de la persistencia con que el homicida reclamaba los abonos.
Gentes, a las que sus vecinos definen como absolutamente normales, hasta que asesinan a su pareja, o a sus hijos, o se cuelgan de un árbol después de hacer desaparecer a su novia. Por supuesto, también, grupos de trabajadores muy bien pagados que, un buen día, para llamar la atención, abandonan su ocupación en bloque, dejando a todo un país empantanado, con la cara de pasmáo, justificándose aquellos , cuando les pasa algo el calentón, que se sentían como perros encadenados a los que se les pegaba a diario y de los que, en consecuencia, el dueño no puede esperar un comportamiento amistoso.
No estamos, claro, al nivel de esos kosovares que engordaban y cuidaban en granjas a sus prisioneros serbios para que, una vez sacrificados, sus riñones y otros órganos pudieran ser más apreciados en el mercado de órganos (ni tampoco al nivel de quienes los adquirían). Por supuesto que lo que está acaeciendo no tiene nada que ver con los asesinatos de compañeros de colegio en inconcebible compensación por no haber aprobado una asignatura.
Obviamente, estamos (tocamos madera) muy lejos de aquellos compatriotas que, no hace ni los ochenta años, decidieron llegado el momento de ventilar a tiros sus diferencias respecto a los conceptos de orden establecido, propiedad, religión y, en fin, o me matas o te mato y luego vendrán las explicaciones. Y no digamos la distancia que afortunadamente nos separa respecto a los padres y abuelos de esos siempre gallardos centroeuropeos que, en un momento de calentura colectiva, decidieron que ya estaba bien de aguantar que los judíos tuvieran más suerte en los negocios.
Nos cansaría poner más ejemplos. Un índice de enajenación mental, refrendado por instituciones serias y competentes, pondría sobreaviso del calentamiento de las ollas de irracionalidad que forman parte de la esencia humana, activando el gen de la locura.
Tenemos la sospecha de que, si tal medida existiera, España se encontraría actualmente en uno de los lugares altos del palmarés colectivo, por la acumulación de sucesos casi simultáneos que no tienen aparente justificación.
Para precisar mejor de qué hablamos, actuemos primero definiendo por exclusión: no nos estamos refiriendo a lo que se entiende -también sin patrón de medida que conozcamos- por "índice de crispación", cuyos síntomas serían todo un conjunto variopinto de manifestaciones, en el área social como en la individual:
-los disturbios callejeros, las huelgas, las pellas(estudiantiles o no), las quejas en los media, las demandas jurídicas y antijurídicas, los exabruptos -incluso los acompañados de un llegar a las manos momentáneo-, pronunciados tanto en charlas de café como en ateneos, círculos, clubes o seminarios,...
-y, sin ánimo de ser exhaustivos, los comentarios de portería y taxi, los bajos rendimientos evidenciados en oficinas y despachos...
-o sea, y en fin, cualesquiera exhibiciones, siempre que sean racionales y, por tanto razonables, por las que un colectivo -grande o pequeño- trata de poner en claro su malestar a quien corresponda, aunque a menudo quienes sufren los efectos no tengan un pepino que ver con las causas del desánimo.
Hablamos aquí de las conductas irracionales, de los comportamientos sin justificación asumible, desproporcionados e injustificables desde la perspectiva de los sanos juicios. Todas estas acciones que se advierten faltas de aplicación de los sentidos comunes, deberían ser registradas cuidadosamente, porque pueden presagiar la contaminación grave de la irracionalidad, un efecto dominó de muy graves consecuencias.
Tenemos en España ejemplos como el que ha puesto en el candelero de las miradas de terror, el de la, por otra parte, hermosa ciudad de Olot, en el que un individuo mata a cuatro personas, dos de ellas (al parecer) porque no le pagaban lo que le debían y otras dos, empleados bancarios, porque (al parecer) se negaron a abonarle un talón sin fondos con el que los dos anteriores habían pretendido librarse de la persistencia con que el homicida reclamaba los abonos.
Gentes, a las que sus vecinos definen como absolutamente normales, hasta que asesinan a su pareja, o a sus hijos, o se cuelgan de un árbol después de hacer desaparecer a su novia. Por supuesto, también, grupos de trabajadores muy bien pagados que, un buen día, para llamar la atención, abandonan su ocupación en bloque, dejando a todo un país empantanado, con la cara de pasmáo, justificándose aquellos , cuando les pasa algo el calentón, que se sentían como perros encadenados a los que se les pegaba a diario y de los que, en consecuencia, el dueño no puede esperar un comportamiento amistoso.
No estamos, claro, al nivel de esos kosovares que engordaban y cuidaban en granjas a sus prisioneros serbios para que, una vez sacrificados, sus riñones y otros órganos pudieran ser más apreciados en el mercado de órganos (ni tampoco al nivel de quienes los adquirían). Por supuesto que lo que está acaeciendo no tiene nada que ver con los asesinatos de compañeros de colegio en inconcebible compensación por no haber aprobado una asignatura.
Obviamente, estamos (tocamos madera) muy lejos de aquellos compatriotas que, no hace ni los ochenta años, decidieron llegado el momento de ventilar a tiros sus diferencias respecto a los conceptos de orden establecido, propiedad, religión y, en fin, o me matas o te mato y luego vendrán las explicaciones. Y no digamos la distancia que afortunadamente nos separa respecto a los padres y abuelos de esos siempre gallardos centroeuropeos que, en un momento de calentura colectiva, decidieron que ya estaba bien de aguantar que los judíos tuvieran más suerte en los negocios.
Nos cansaría poner más ejemplos. Un índice de enajenación mental, refrendado por instituciones serias y competentes, pondría sobreaviso del calentamiento de las ollas de irracionalidad que forman parte de la esencia humana, activando el gen de la locura.
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