Sobre las fiestas de guardar y las de olvidar
El 6 de diciembre es la fiesta de la Constitución Española desde que en 1978 esa Carta Magna fue aprobada -con aprobado raspado- por amplio consenso de unas Cámaras de representantes venidas desde la oscuridad de una larga dictadura.
Desde entonces, esta celebración laica ha queda arrimada en el calendario a otra fiesta religiosa, de las llamadas de guardar -porque había que dedicar una hora a escuchar la santa misa-, que es la de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, generando la posibilidad de uno de los períodos de asueto, oficialmente más largos, de la democracia española.
Todos los empleados por cuenta ajena, cuando reciben el calendario del año siguiente, se fijan en la ubicación en la semana de estas dos fiestas, la de guardar y la otra, para hacer sus cábalas y prepararse estas vacaciones extraordinarias, que se llaman, en general, puente de la Constitución o de la Inmaculada, según las tendencias de devoción de cada quisque.
Una situación así tiene atractivo para mucha gente. La tiene para los propios vacantes y sus familias, dispuestos a disfrutar de esos días de asueto; la tiene para los hosteleros, sean dueños de albergues y hoteles como de restaurantes o baretos, porque harán sus cábalas queriendo compensar los déficits de mal año; la tiene, en fin, para transportistas y relacionados con los desplazamientos de una masa de personas que, fieles al principio no probado jamás de que hay que cambiar de aires para ser más feliz, se lanzan a la carretera, o reservan pasajes de avión, de autobús o tren.
¿Hemos dicho reservan pasajes de avión? La ocasión es perfecta para que 2.500 personajes aprovechen el momento para ponerse enfermos, sin preocuparse de dejar en tierra las ilusiones de unos cientos de miles de personas que contemplarán, primero atónitos, y luego crecientemente cabreados, que sus perspectivas de viaje se han quedado en agua de borrajas.
Así, viajeros de placer, retornantes a sus hogares de sus trabajos en el extranjero, turistas nacionales y extranjeros, hombres y mujeres de negocios, se verán convertidos en rehenes de los intereses particulares de un puñado de desaprensivos, incapaces de calcular las consecuencias de sus actos para los demás.
Nos ha conmovido leer los argumentos de uno de los controladores aéreos y sus simpatizantes, perdidos los nervios de ver cómo se les obligaba, decretado el estado de alarma, a incorporarse a sus puestos de trabajo, sediciosamente abandonados. Qué gran verdad en sus palabras, qué emoción transmiten, qué bellas y sentidas argumentaciones. Su resumen es cierto: "No nos comprenden".
Una fiesta para olvidar, sin duda.
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