Sobre la adjudicación de un concurso público al más barato
El miedo a que a los responsables de administrar la cosa pública se les pueda acusar de prevaricación, ha generado un monstruo de pies alados, que se llama concurso por subasta.
La idea es más simple que una patata, como dirían los castizos: se convoca una licitación y se anuncia que, salvo aquellos casos de la llamada baja temeraria -otro icono del pavor insuperable a que se descubra que el funcionario o el gestor político son unos chorizos-, el trabajo será adjudicado a la oferta más barata.
Existe, por supuesto, una adulteración del principio de la subasta. Este hijo bastardo del invento implica que, aunque se concedan muchos puntos -relativamente- al baremar el precio ofrecido por el licitante, se valorarán también otros conceptos tangibles e intangibles, en un totum revolutum que impida juzgar la transparencia de la adjudicación final.
En esas combinaciones de lo objetivo y subjetivo (para caer así en la discrecionalidad, que es donde se cuecen las habas), se indicará el aprecio a la calidad técnica, la experiencia demostrada en trabajos similares (a base de certificados y papeles que cuestan una pasta), la coherencia de los planteamientos, y, en fin, si hay que hacer bulto, el color de los ojos de la licitante, el arraigo local, las mejoras añadidas, y cualquiera de los elementos que puedan pasar por la mente imaginativa de los convocantes.
Lo más puro, dicen los expertos, lo que evitará cualquier comentario de contubernio es hacer apertura de las plicas y adjudicar de inmediato la cosa a aquel que haya ofrecido el precio más bajo.
No hay por qué preocuparse de las consecuencias, porque, desviados los focos, el asunto llegará a un final del que pocos se enterarán.
Puede que, después de un camino incierto, la obra, infraestructura o servicio cuya adjudicación se había confiado al más barato, quede en su ejecución a medias. El fracaso de la empresa adjudicataria, inmersa en suspensión de pagos, insolvente o desaparecida, obligará a un nuevo concurso, o a una adjudicación a la trágala a quien sabía mejor qué hacer, para que componga el desperfecto.
No es la única opción, porque la experiencia es siempre un grado. Las más avisadas y poderosas, habrán ofrecido en aquel concurso-subasta, precios artificialmente bajos a sabiendas de su imposibilidad, confiando en que, pasado un tiempo, conseguirán colar modificados, ampliaciones, reformados, revisiones, en fin, que aumenten las cantidades a percibir, equilibrando la situación con nuevas tolerancias y fantasías.
Habrá también ocasiones en las que los que ofrecieron el precio más bajo, terminaron el trabajo con la deseada calidad y cumpliendo el presupuesto. Sería interesante conocer en detalle esas situaciones -si existen-, difundir quiénes son los héroes, y porqué han hecho tal hazaña.
Lo que dudamos es que alguien se atreva, de una vez, a levantar el velo de la hipocresía, y reconocer que es muy difícil que la Administración sea capaz de componer un pliego de condiciones preciso sobre lo que no sabe, que es imposible que se defina la calidad y el precio sin ser fabricante uno mismo, que es una quimera creer que el que no ha hecho eso que se pide con anterioridad vaya a hacer sonar su flauta sin cometer varios desafinos y, en fin, que, a la postre, jugando en otra categoría, las grandes empresas del sector no tendrán empacho, por la cuenta que les tiene -sobrevivir y seguir haciendo agosto-, en ponerse de acuerdo entre sí para repartirse las adjudicaciones, controlando el cotarro desde el fondo del escenario, en un tuya-mía sin vergüenzas.
Tampoco será extraño que, para que todos estén algo contentos y mantener la pirámide de usos y abusos, éstas últimas subcontraten el trabajo a los más pequeños, que también tienen su derecho a vivir, solo que algo más profundo en la miseria colectiva.
2 comentarios
Conrad -
!Ay¡ los modificados.
Miguel -
Malas noticias para los servicios prestados por la Administración a través de empresas privadas.
P.s- Estamos pensando presentarnos a la subasta para la seguridad del metro de Madrid. Cogemos un par de perros callejeros y nos ponemos todos con un uniforme y una porra. Total, no podremos dedicarnos a otra cosa.