Sobre las causas del escaso impulso de la investigación en España
El libro blanco de la investigación en España, si existiera -¿verdad que no existe?- tendría las tapas negras. Y no es porque no nos interese la investigación, no; nos interesa, y mucho. Estamos especializados en copiar, en clonar, y si se nos ocurre hacer una chapucilla para conseguir el mismo resultado mientras cobramos, mejor.
Sin dudarlo, las razones del menosprecio colectivo, que es tanto como decir, institucional, hacia la investigación, provienen de nuestra poca paciencia. No sabemos esperar; el ansia de resultados inmediatos nos empaña, obsesiona y agota. Lo queremos, ya.
De ahí que nos venga muy bien que inventen ellos, y en nuestra constitución síquica, trataremos -ya que no es posible arrebatarles por las malas el fruto de sus desvelos- de copiarlos. Por eso estábamos muy felices en aquella falsa autarquía por la que hacíamos lo que nos daba la gana con los descubrimientos de otros, cambiando un par de cosillas y patentándolos como propios.
La cuestión cambió y, por ello, no asombrará, en este nuevo contexto, que seamos un país de pocas patentes, muchos acuerdos de transferencia tecnológica y una fuerte dependencia exterior (a pesar de nuestra posición de país desarrollado) de los avances de los centros de investigación más activos, de los que alimentamos nuestra estructura pretendidamente innovadora.
Tampoco será motivo de sorpresa reconocer que una parte sustancial de nuestras empresas más orgullosas por su investigación aplicada mantienen felices acuerdos con otras extranjeras que son las que han desarrollado los equipos y productos que aquí fabrican (generalmente, se ultiman o se montan) o son, simple y llanamente, filiales de multinacionales que tienen poderosos centros creativos en Alemania, Reino Unido o Estados Unidos (por no decir, para no incrementar la vergüenza, en países bastante menores en población, como Dinamarca, Suecia, Noruega o Países Bajos).
Ni siquiera nos provocará una mueca de estupor el admitir que muy pocos de nuestros equipos de investigación han sido capaces de descubrir algo diferente de los artículos publicados por otros centros foráneos, con los que se han apresurado a firmar convenios de cooperación para optar a subvenciones para sus becarios, aumentar sus dotaciones de infrapagados funcionarios y, en fin, engordar sus currícula con interminables -y económicamente estériles- títulos de trabajos que parecen combinaciones aleatorias de los mismos palabros.
El número oficial de científicos, técnicos y centros dedicados a la investigación y a la innovación es muy superior al real. Son pocos los que innovan de verdad y es también escaso el número de los que están ilusionados por su trabajo que, desde luego, no guarda relación con las compensaciones económicas que reciben.
Lo más curioso es que sería muy sencillo detectar, en este marco de confusiones, quienes son los buenos y los malos de la película. Como sucede en un aula, los alumnos no se equivocan al reconocer a quienes son los mejores de su clase, lo que no siempre detecta el profesor. Aquí, los que saben quiénes son los mejores serían los propios colegas y podían serlo unos comités de evaluación que no tuvieran rémoras de politicas, enchufismos y cambios de cromos.
Claro que también podemos seguir ilusionados pensando que lo hacemos bien y que los que critican el sistema son resentidos que no han alcanzado la gloria.
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