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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre las historias de amor cuestión de Estado

Las princesas de la vida real no duermen encima de garbanzos, ni esperan, aletargadas por razón de perversos maleficios o bocaditos en manzana ponzoñosa a que las despierten de su sopor esforzados representantes de su alta clase, que habrán tenido que matar dragones, resolver complejos acertijos o recorrer el mundo conquistando infieles con la sola ayuda de flamígeras espadas.

Ni siquiera se molestan ahora en convencernos de su conexión mayor con las alturas -respecto a los demás mortales-, o de ser descendientes legítimos de ombligos sutilísimos que, generación tras generación, después de librar batallas por el poder que se han hecho inextricables, alguien hubiera puesto entre nosotros para ayudarnos a distinguir el bien del mal, decidir sobre lo que a ellos les conviene y repartir unas cadenas de latón a cambio de nuestro vasallaje.

No. Esos representantes de la sangre azul se esfuerzan, desde hace algunas décadas, en demostrarnos que son exactamente como nosotros. Estudian en colegios juntándose con plebeyos que luego alardearán de ser sus amigos íntimos, trabajan de forma remunerada en conseguir negocios para multinacionales de prestigio, practican deportes, incluso violentos, con el riesgo de romperse la crisma o quedar en ridículo a la vista de todo el mundo y se entusiasman aplaudiendo el equipo de la casa mientras beben cerveza a morro como el hijo del vecino.

Incluso ya no se casan con otros individuos de su misma clase pretendidamente superior, renunciando a fomentar una endogamia que había permitido a nuestros ancestros, gracias a los correspondientes pactos de familia entre soberanos benevolentes, gozar de unos años de aquí paz y después gloria.

Ahora se casan con la gente del pueblo, con sus preparadores de gimnasia, con modelos y actrices, con peluqueras, con divorciados con hijos, con profesionales de Banca, con personas de carnes tersas y huesos recios que, siendo como somos nosotros, -solamente algo más guapos- nos acercan a esas personas de la élite a la altura de nuestros ojos atónitos, para que las toquemos, las besemos, soñemos incluso con la posibilidad de emparentar, acaso, con ellas, mientras admiramos su belleza de fotoshop y nos regodeamos con la aparición de sus arrugas y michelines sobre los armiños .

Por supuesto, las actuaciones de estos altos personajes siguen siendo cuestión de Estado.

Nuestros antepasados jamás hubiéran imaginado que los tiempos fueran a cambiar de tal modo que las cuestiones de Estado de príncipes y princesas evolucionaran hasta hacernos pretender ahora que la realeza tiene máximo valor porque disfruta de nuestra misma condición. Es decir, sufre por parecidas penalidades para llegar a fin de mes, se enamora del vecino de al lado, y tropieza en similares piedras de deshonra. Para algunos, he ahí su mayor mérito: ser tan sencillos.

Como ahora podemos observarlos en su día a día sin tapujos, pues están permanentemente expuestos a nuestra contemplación de cotillas, descubrimos con ellos nuevos lazos de inesperada simpatía.

Para nuestra sorpresa de agnósticos, hasta nos parece más razonable su comportamiento que el de algunos de nuestros más genuinos representantes, elegidos al parecer democráticamente, que, ellos sí, ahora, toman los papeles, pactan enlaces matrimoniales con los hijos del poder económico, prefieren entenderse entre ellos para organizar sus fiestas y francachelas y, ungidos por un poder que emana de las alturas y que creíamos que era nuestro voto colectivo, se complacen en enriquecerse tomando distancia de nuestra miseria, relegándonos a la categoría de siervos de su gleba.

 

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