Blogia
Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre el diálogo como fuente de progreso

Escuchar al otro. He ahí el quid. Hablamos poco, muy poco, en España, con los que saben. Hay escasos foros en los que se pueda escuchar a los que saben. No se favorecen puntos de encuentro entre los especialistas. No hay diálogo, no hay discusión; no hay conclusiones negociadas, pactadas.

En cambio, recibimos continuamente mensajes de los que no saben, o saben muy poco. El espacio visible está ocupado por los que especulan, los que tienen la llave del escenario y la usan para hurtarnos información e incluso mentir, aplastando la ocasión de oir las opiniones de los que conocen el tema mucho mejor y estarían más libres para expresarlas sin condicionandos, ni políticos, ni empresariales, ni coyunturales.

Se miente, se oculta, se tergiversa, para protegerse. Se impide la expresión de los más capaces, o se les conceden espacios de actuación muy reducidos, para que el Otro -ese otro con mayúsculas, grande, que conforma la mayoría- no tenga la información con la que discutir las actuaciones que se le imponen. En consecuencia, la masa es cada vez más ignorante, está más distante de la razón, de las razones. Creyendo disponer de las claves, en verdad, nada sabe acerca de lo relevante.

¿Exageramos en este Comentario? Desgraciadamente, no. La distancia entre los que saben de verdad, -en profundidad, seria y objetivamente-, sobre algo concreto y el público general, ha crecido exponencialmente en muy pocas décadas. Y sigue creciendo.

Pretenden hacernos creer, los ilusionistas de su verdad, que estamos muy avanzados, que nuestra sociedad se encuentra altamente desarrollada, que dominamos más y mejor.

No hay que confundirse. No por conducir un automóvil más rápido o por disponer de un aparato electrónico más complejo somos más sabios. Nos pretenden convencer que la felicidad está en probar lo que desconocemos antes que en disfrutar de lo que tenemos; definen, a base de publicidad machacona, lo que debemos desear fervientemente.

Ni somos más felices ni más sabios. Por el contrario, somos tanto más ignorantes cuanto menos capaces somos de reproducir o comprender lo que necesitamos para desarrollar nuestra vida diaria, para reencontrar de forma autónomas aquellas situaciones con las que nos han acostumbrado a caracterizar nuestro disfrute.

Un grupo reducido de fabricantes de tecnología y aplicaciones ha llevado el desarrollo de sus equipos y máquinas a límites muy altos, pero, a nivel individual, cada vez sabemos menos de lo que hace falta hacer para mantener la esencia de lo que se nos ha hecho imprescindible para "ser felices". Somos crecientemente dependientes de otros, a los que no conocemos. 

Sabemos muy poco de esos dioses. Ignoramos sus móviles, sus relaciones, la forma cómo fabrican o realizan lo que compramos en los mercados muy globales, a precios de los que no podríamos calcular el beneficio económico que les proporciona, porque ignoramos los costes que los hicieron posibles.

Por no saber, ni siquiera sabemos bien la razón última que justifica nuestros salarios, porque no sabríamos calcular la rentabilidad de lo que ofrecemos con nuestro trabajo imprescindible para poder comprar el alimento -ahora no solo material, también espiritual- para seguir viviendo.

Por eso no nos preguntamos -tal vez ni siquiera deseamos conocer la respuesta- porqué el Banco en el que hemos tenido obligatoriamente que domiciliar nuestros ingresos y prácticamente todos nuestros gastos remunera a sus consejeros con honorarios millonarios, o porqué los ejecutivos de primer nivel en empresas privadas ganan veinte o cien veces más que nuestros representantes en la Administración pública; ni tampoco sabríamos explicar porqué ahora, que estamos tan desarrollados, tienen que trabajar los dos miembros de la pareja para ganar lo mismo que antes de la incorporación de la mujer al mundo laboral llevaba a casa solamente uno de ellos. ¿Tenemos que creer que hemos mejorado tanto la productividad como debería indicar ese feroz crecimiento de horas de "población activa"?

Nuestra visión del todo es muy pequeña. Como en la cadena de montaje que tan acertadamente ridiculizó Charles Chaplin, repetimos un esquema que se nos ha impuesto, miles, millones de veces, con la preocupación fundamental de obtener un salario a fin de mes que nos sirva para refugiarnos en alguna otra parte, si es posible con otras gentes, preferiblemente lejos.

Si lo analizamos bien, no pertenecemos a esta sociedad: la utilizamos, porque nos hemos convencido de que ella también nos utiliza.

Este nuevo lumpen burgués al que pertenecemos, con sensaciones de libertad bastante ficticias, con poca cultura real -esa que permite filosofar, para ser independiente- y mucha documentación imposible de clasificar, no sabe dialogar -¿no le interesa?-, por lo que solo se siente cómodo asistiendo a espectáculos masivos, en los que su participación se reduce a aplaudir, chillar, saltar, sin compromiso.

Si considerada la situación a escala personal es grave, a nivel de colectividad o país, es terrible.

¿No ha advertido el lector que no hay apenas preguntas cuando se inician los debates en público?. Cuando se abre el turno de preguntas después de una conferencia, en un simposium, pocas veces alguien se anima a hacer una pregunta. Y frecuentemente, el que pide la palabra, lo hace para pronunciar una conferencia, contar su propio rollo, escucharse él mismo.

Tenemos que hablar más, en diálogo con los otros; lo que significa, interactuar, escuchar, y construir conjuntamente. Saber los porqués, nuestros y de los otros.

Que los que se encargan de tomar decisiones, conozcan mejor lo que hacen los de su mismo sector y lo que necesitan los de sus complementarios, especialmente, lo que moviliza a sus competidores. Que los políticos y personajes de los llamados creadores opinión, en lugar de dogmatizar y vender doctrina, ofrezcan humildad y diálogo. Que, especialmente los mediocres, reconozcan que nadie tiene la solución, porque no es individual, sino colectiva. Que se apeen de sus pedestales para ensuciarse con la realidad.

Párense a escuchar a los demás, carajo.

Porque va a llegar el momento -¿ha llegado ya?- que mientras estamos concentrados en ver el circo que nos han preparado -¿quienes? ¿por qué?-para divertirnos, se levanten las rejas del coliseum en el que nos habíamos creído partícipes de una fiesta en nuestro honor, y nos demos bruscamente cuenta de que los próximos que vamos a ser pasto de las fieras somos nosotros: el hasta entonces complacido/complaciente público.

2 comentarios

Angel Arias -

Sí, deberíamos recuperar las tertulias que celebrábamos (porque las celebrábamos) en AlNorte.

No es fácil sobrevivir -incluso físicamente- en pleno territorio de la olocracia. Pero tener ocasión de reunirse con gente dispuesta a estimular su inteligencia contrastándola con la de los demás, nos protegería algo mejor de las coces de los adoradores de la diosa irresponsabilidad.

Antonio Fumero -

Interesante comentario que me trae a la memoria "el miedo a la libertad" y la necesidad de ídolos de una sociedad que no tiene pudor en convertir la oclocracia en creencia única...

La "sabiduría de las multitudes" ha conseguido establecer la "ignorancia individual" como atributo cultural de una sociedad de la información que se empeña en cultivar su propia mediocridad al grito de "que inventen ellos".

Esto da para mucho y deberíamos buscar mesa y mantel para desarrollar un diálogo útil :)