Sobre los efectos de Babel en los europeos
A la Unión Europea le faltan bastantes cosas, y algunas de las que le sobran son evidentes. Este mosaico multicultural, repleto de recelos ancestrales, no solo no habla el mismo lenguaje político, sino que sus habitantes se desentienden en más de una treintena de idiomas, a los que habría que sumar innumerables dialectos, fábricas de modismos, acentos separatistas y localismos irredentos.
Podemos pensar, por las mañanas, despiertos desde la ilusión, que el asunto de Europa funciona. No llegaremos al mediodía sin habernos convencido de que las dificultades a superar son aún tremendas.
La situación de Grecia ha venido a demostrar la consistencia de unos cuantos argumentos. El país heleno, ante todo, ha venido mintiendo a sus comilitones de la Unión Europea, desde que entró en el Club. Engañó en los datos, falseó los resultados y se autoconvenció, quizás, de que las cosas iban bien, para que le dejaran disfrutar del calorcito de la opulencia centroeuropea.
Después, cuando cambió el gobierno y los nuevos se dieron cuenta de que la cuestión era insostenible, porque las cajas no tenían dinero, se llamó a la puerta de los compañeros de viaje, pidiendo ayuda. Aunque se sabía que Grecia había mentido -no es el único-, se prefirió mirar, de momento, hacia otro lado, para hacer sufrir un poco (más) a los griegos.
No vamos a extendernos en análisis ya archiconocidos. Unicamente, queremos afirmar que la crisis -lejos aún de haberse superado- debiera servir para afianzar Europa. Menos voluntarismo, y más pragmatismo. Menos discusión de ideas, y más realidades.
Hablemos una lengua, una lengua común. Un solo idioma para entendernos cuando fijemos la política energética, la comercial, la de exportación, la monetaria, la de investigación, la educativa. Para ello, se necesitan líderes fuertes, convencidos de Europa, y con credibilidad en sus respectivos Estados, convertidos en parte de una Federación.
¿A dónde vamos? En dirección contraria. Mientras nos falta más unión por arriba, dejamos que, por abajo, a nivel de cada Estado de la Unión (y qué terribles diferencias entre ellos), se concreten separatismos de salón, discusiones de pie de banco, egoismos trasnochados de quiero más porque sé administrarlo mejor.
"Confundamos su lenguaje de modo que no se entiendan los unos y los otros" (Genesis, 11, 7). El Antiguo Testamento atribuye a Yahvé esa frase terrible, y los exégetas han tratado de encontrar explicaciones de tan anormal comportamiento. Sería más sencillo entender que fue el diablo quien habló por la boca del divino. Esa misma serpiente que, asomándose por el ojo del Creador, encontró que el mundo estaba bien hecho.
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