Sobre los improductivos
En las sociedades vive un conjunto de individuos que son improductivos.
No se les puede calificar de zánganos, porque, en realidad, sí que realizan actividad. Tampoco se puede confundir a estos seres que habitan en nuestro edificio socioeconómico de chupasangres, ni de aprovechados, porque se consideran imprescindibles para que el sistema funcione, para poner en contacto oferentes y demandantes que, de otra manera, jamás se hubieran conocido.
La crisis económico-financiera internacional ha dejado al descubierto -para los legos, porque, por supuesto, quienes se habían tomado la molestia de hacer bien el análisis, ya estaban en las claves- ciertas perversidades de nuestro sistema de mercado. Por esos elementos no añaden valor al producto, pero incrementan su precio.
Se puede ir aumentando el precio de venta de un producto desde el fabricante o generador primero, hasta el consumidor o usuario final, a través de una cadena de intermediarios que lo único que ponen de su parte es la comisión que quieren cobrar, y que harán efectiva cuando el comprador pague por la mercancía o el servicio.
¿Cuál es la razón por la que alguien puede pagar por un artículo más, mucho más de lo que cuesta fabricarlo, incluídos los costes de distribución?. Fundamentalmente, la ignorancia. La posición de desconocimiento, por parte del consumidor, de lo que le cuesta al productor aquello por el que le está pagando, supone una ventaja sustancial que un oferente sin escrúpulos puede aprovechar hasta límites insosprechables,
También juega a favor del oferente la situación de necesidad del demandante. Hay momentos puntuales de aparición de los improductivos. Cuando existe una huelga de transportes, p.ej., o, en general, una disminución circunstancial de los medios disponibles, los oferentes sin escrúpulos suben arbitrariamente sus precios. No buscan el que el mercado los equilibre, sino aprovecharse del estado de necesidad del que solicita sus servicios.
Pero otros viven permanentemente en el sistema, se han anclado en él.
El mercado genera, de forma natural, toda una panoplia de elementos improductivos. Las burbujas -aire para la economía real- estás relacionadas con la combinación de la ignorancia y la falta de escrúpulos de muchos de los elementos de la cadena de compra-venta. A menudo, sin moverse de su silla de especulación, trasladan, como una pelota, los papeles que suponen la propiedad (o la expectativa de obtenerla) de una mercancía.
El productor inicial y el consumidor final suelen estar ajenos a la maniobra. El mercado lácteo (por decir uno muy simple) en la Unión Europea ha conseguido que el productor inicial reciba una pequeña porción del precio que paga el cliente a las empresas transformadoras y/o distribuidoras. En algunos casos, las empresas intermediarias del sector agrario, energético, y, por supuesto, del financiero, no tienen más que papel para ofrecer. Sus empleados pueden hasta desconocer lo que están vendiendo.
Que las entidades bancarias, reputadas especialistas financieras, hayan creado, en combinación con agencias de calificación de riesgos y otros intermediarios, una burbuja financiera, a base de adornar paquetes de toma de riesgo hasta hacerlos irreconocibles a los inversionistas, es una demostración patente de cómo los improductivos pueden poner en solfa nuestra economía de bienestar.
Creyendo adquirir edificios, participaciones en empresas, fábricas o contribuir a la producción del sistema, hemos caído en la trampa de los productores de humo. Son los improductivos. Un posible guión para una serie de terror, cuyo final sigue sin estar del todo claro. Y, lo más curioso, es que seguimos haciendo caso a las agencias de rating, esas que nos habían indicado la solidez de ciertos activos que estaban compuestos por aire y, allá en el fondo, tal vez, la sangre, sudor y lágrimas, de un productivo que se esforzaba en sacar adelante a su familia.
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