Sobre la necesidad de la poesía
Todos los días 21 de marzo, por iniciativa de la Unesco, se celebra (por muy pocos) el Día Mundial de la Poesía. Coincide con el equinocio de primavera, ese momento en que los días empiezan a ser más largos que las noches, y el calor anima a la Naturaleza -si es que no lo ha hecho ya- a despertar de su letargo invernal.
Queremos hablar hoy, desde este Comentario, con un poco de retraso respecto a su onomástica, de la Poesía. Para muchos, la poesía sigue siendo asociada a los cursis versos de amor, rimados generalmente en espantosas asonantes, con los que los adolescentes -menos los de hoy que los de antes- tratan de expresar la ausencia de la amada (más raramente, del amado).
Quien no haya tenido o tenga algún amor platónico no sabe de anhelos, desconocerá la profundidad de la pasión cuando lo deseado se corporeice, no podrá calibrar los altibajos del querer y, desde luego, ignorará el amargo sabor de la separación, si tiene la desgracia de que esa máxima unidad con el otro se vaya de su lado.
No puede ser casualidad por la que las mujeres son mejores lectores de poesía amorosa que los hombres y, aunque ha habido y hay magníficas poetisas, no puede ser cosa del azar que los poetas más alabados sean varones.
Claro que quien únicamente asocie lo poético a lo amoroso y, aún peor, quienes crean que la poesía es asunto femenino, se equivocan. La poesía apela a los sentimientos, intenta recoger en palabras, ordenadas o dispuestas de forma diferente a cualquier otra forma de expresión, aquello que a nosotros nos produce emoción, con la intención de transmitirla, de hacerlo sentir al otro.
La poesía es necesaria para vivir, y por eso la iniciativa de la Unesco de honrarla para que, sobre todo los jóvenes, se acerquen a ella, es encomiable.
Incluímos, para los amantes de la poesía, un poema en su homenaje, que hacemos extensivo a todos los que crean que, también en este momento de pragmatismo, de crisis de valores, de búsqueda de nuevas fórmulas para garantizar una convivencia más honesta y relajada, hace falta mirar hacia dentro, en donde yace la razón por la que acertamos a preguntarnos si vivir, amar, morir, merecerá la pena.
Se pasó la primera parte de su vida
deshaciendo preguntas,
sobre el amor, la muerte, las secuencias
y Dios y si nos quiere.
Pensaba firmemente que la segunda mitad
le serviría
para encontrar respuestas,
afianzarse con ellas.
Pero en la aplicación,
a pesar de probar métodos, hipótesis, axiomas,
no dejaba de encontrar más y más preguntas.
Sin poder soportarlo, aisló su ventana,
cerró puertas, dispuesto a aguantar sin comer ni beber
hasta el juicio final.
Estaba loco, dijeron,
mientras se notaba muy débil.
Lo encontraron el día después de su muerte:
atenazado a la única verdad que había detectado.
En la mesita, al recoger sus cosas
para dejar sitio a otro, alguien recogió un papel,
con delicados subrayados en rojo.
Era el fruto de su búsqueda.
Decepcionados, sus amigos,
encontraron que eran solo preguntas,
elucubraciones sin principios ni fin,
expresiones abiertas que solo revelaban
su imaginación exuberante.
Preguntas sobre el amor, la dignidad, los pobres, las maneras.
Había preguntas sobre dioses, rebeldías,
algunos intentos de rendirles pleitesía,
y más interrogantes sobre triunfos y fracasos,
propios y de otros.
Y, al final, interrumpido el trazo por una fuerza mayor,
la interrogante se transformaba en la íntima curiosidad
por conocer quién sería capaz de encontrar esa llave
que nos serviría para salir de este campo de concentración,
sin hacerlo más arduo, más forzado, más difícil.
“Solo sé que está vivo o aún no ha nacido”,
escribió con su sangre.
(Angel Manuel Arias, 2008, rev. 2010)
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